Un amor impuro / Favela chic - LJA Aguascalientes
22/11/2024

 

A Emiliano Pérez Cruz

Tengo el impuro amor de las ciudades

Julián del Casal

 

Así como muchos leen a hurtadillas la revista TV Notas o miran canales porno, en mis veintes yo gozaba de un placer culposo: ver Sex and the City (Darren Star, 1998), una serie protagonizada por cuatro amigas hermosas, frívolas e inteligentes, que a los treinta y tantos continúan solteras, disfrutando de su independencia en Nueva York. Me identificaba en particular con Carrie Bradshaw, una escritora aficionada a la moda, que guarda la ilusión de hallar al hombre de sus sueños empleando el método de ensayo y error. Pese a los altibajos del guion, basado en la columna periodística de Candace Bushnell, hasta la fecha aplaudo el retrato impúdico de estas mujeres open-minded y de su estilo de vida, una exploración sin cortapisas en torno al amor y al erotismo. Aunque ellas comparten las sábanas con una gran variedad de hombres, su relación más tórrida es de otra naturaleza. Pues en un sentido metafórico, no tienen sexo en la ciudad, sino más bien con la ciudad: Manhattan, una de las más fascinantes del mundo.

Por más de dos décadas yo viví en Nezahualcóyotl, una ciudad lumpen ubicada al oriente del Estado de México, con un paisaje urbano grisáceo y deprimente que, antes de ser pavimentada, le valió crueles apodos como “Nezahual-polvo” y “Nezahual-lodo”. Sin embargo, comparte con Nueva York unos orígenes semejantes. De hecho, por un irónico juego de palabras, ha recibido también el sobrenombre de “Neza York”. Como nota el artista multimedia Michael Waldrep en su artículo “Escenas de Neza” (National Geographic, 2015), fue fundada sobre una enorme cuadrícula por un torrente de migrantes de diversas regiones, en busca de trabajo y de un pedazo de tierra para fincar sus hogares. Pero, durante muchos años, Manhattan sólo significó un escenario cinematográfico inaccesible a los parias como yo. Marcada por el estigma de la pobreza y de la discriminación, me lamentaba con Juan José Tablada: “Mujeres que pasáis por la Quinta Avenida / tan cerca de mis ojos, tan lejos de mi vida…”. Los condicionamientos sociales, sin embargo, no son por necesidad fatídicos. Precisamente porque yo era un coyote hambriento, pude hincarle el diente a la Gran Manzana.

 

Mundos posibles

Al puro estilo de la película de ciencia ficción Inception (Christopher Nolan, 2010), la idea de viajar a Nueva York se incubó en mi inconsciente en 2003, cuando leí Diablo Guardián, de Xavier Velasco. Violetta, la protagonista de la novela, se fuga con una maleta repleta de dólares que ha robado de sus padres, unos clasemedieros racistas con delirio de superioridad, tan malandrines como su propia hija. Con tan sólo quince años, ella se da la gran vida en Manhattan quemándose los “ahorros” de la familia en ropa, zapatos, accesorios y un sinfín de frivolidades. A través de este divertido personaje, me sedujo un mundo hedonista y glamuroso de cabo a rabo. Tendría que haber sido de palo para no haber caído redondita en la tentación. Pero, ¿cómo agendar una cita con Manhattan si no tenía a mi alcance una caja fuerte por atracar ni las “manos finas” de Violetta? En algún punto de la historia ella señala dos caminos, uno corto y uno largo: “Un montón de dinero o un montón de libritos”. Así las cosas, yo emprendí el segundo y pude comprobar las palabras del famoso chef hindú Gaggan Anand: “Incluso si has nacido en la pobreza, puedes ir a donde tú quieras”.


En los tiempos del know-how (“saber-hacer”), la habilidad para desempeñar tareas de manera fácil y rápida se privilegia sobre el know-what (“saber-qué”) o los conocimientos teóricos, puramente librescos, que componen los programas de estudio. Pero el solo hecho de estar matriculada en una universidad pública sí fue de gran utilidad para mí en 2007, cuando solicité por primera vez una visa para viajar al gabacho. El estatus de estudiante prometía la permanencia en México para la gringa que me entrevistó, o eso quiero suponer, pues no me solicitó comprobantes de ingresos (dicho sea de paso, ni siquiera llevaba uno conmigo). A lo mejor sólo tuve mucha suerte a la hora de pasar el riguroso filtro, si consideramos el alto índice de mexiquenses que han migrado ilegalmente a la tierra del Tío Sam, según las estadísticas del Inegi. Gracias a mis empleos de freelancer y a la hospitalidad de mi familia en Estados Unidos, pude asomarme por la “persiana americana”. Luego de un rito de iniciación en Texas y otro en California, por fin empaqué las maletas con destino a Nueva York en diciembre de 2011, para visitar a unos parientes que por aquel entonces vivían en Brooklyn.

 

Un nuevo comienzo

El sentimiento que me embriagó en Manhattan ha sido descrito con exactitud por la canción New York, New York (1980): “These little town blues / are melting away. / I’ll make a brand new start of it / in old New York”.[1] Nuestro flechazo fue instantáneo y se tradujo en una dicha frenética. Mis pesares de antaño parecían tan absurdos y tan ajenos, que podía calificarlos con una sola palabra: bullshit. También el resto del planeta lucía completamente irrelevante. Tuve la impresión de que podía pasar años en Manhattan sin extrañar nada ni a nadie. No en balde era llamada La Capital del Mundo, pues había seducido a un gran número de naciones que la engalanaban con su riqueza cultural. No sería la primera ni la última en ser embrujada por ese poderoso hechizo. Desde su colonización en el siglo XVI por los holandeses y luego por los ingleses, había significado para los aventureros una tierra prometida. Una tierra que nos desafiaba a hacer un acto de fe. Pero una fe íntimamente ligada al derroche y al consumo: sobre el muro de Macy’s Herald Square, la tienda departamental más grande del país, destellaba un anuncio luminoso con la leyenda Believe.

Mi apasionado romance con Manhattan duró dos semanas. Comenzó en la víspera de Navidad y terminó después del Año Nuevo de 2012. Por fortuna mis tíos habían tenido pocos días de asueto en esa temporada, pues de lo contrario se habrían sentido ofendidos. Presa de un deseo insaciable, como el esposo adúltero que corre a los brazos de su amante a la menor provocación, salía muy temprano por las mañanas y regresaba hasta bien entrada la noche, sin enterarme de lo que sucedía en casa. El primer día de mis andanzas, cuando intentaba dormir, experimenté una sensación hasta entonces desconocida: el vértigo. Cerré los ojos y miré, como a través de un visor de transparencias, una sucesión vertiginosa de las imágenes del Times Square Garden y del Central Park, donde había pasado la tarde entera. Debido a mi inestable situación económica, nunca di por hecho que iba a regresar. Inyectada de adrenalina pura, me extralimité para conocer la isla a lo largo, ancho y alto, como si corriera el Maratón de Nueva York. Andaba a pie, en autobús, en bicicleta, en ferry y en la compleja red del metro, una moderna Babel sobre ruedas donde pueden oírse todos los idiomas habidos y por haber. Mi tía Verónica seguía mis trayectos por medio de FB y cuando ya partía de regreso al aeropuerto J.F. Kennedy, me dijo a modo de despedida: “Tú recorriste en quince días lo que yo tardé 12 años”.

 

Atracción fatal

A lo largo de mi vida he tratado con muchos donjuanes. He escuchado con atención sus razones para cometer adulterio, aunque sin comprenderlas a ciencia cierta: ¿Por qué diablos habrían de perder los favores de una mujer bella, inteligente y sensual por conquistar a otra semejante o incluso menos atractiva? Tal vez en el fondo sí lo entienda, pues yo practico la poligamia geográfica. Soy una serial-dater: no puedo vivir por periodos prolongados en la misma ciudad sin echarme unas canitas al aire con una diferente. De lo contrario sufro de un síndrome de abstinencia, la antesala de la depresión. Me acongoja un sentimiento que los alemanes bautizaron como Fernweh, es decir, la nostalgia por viajar. Pero esta compulsión no siempre puede satisfacerse sin correr peligros. Las ciudades de primer mundo son femmes fatales, capaces de arruinar en tres patadas a sus amantes empedernidos. Previendo la catástrofe, muchos nos hemos resignado a su pérdida y las adoramos desde una distancia trasatlántica. En nombre de la salud mental, hemos tomado la decisión estoica de un querido amigo: “Yo no me casé con la mujer que más amaba, sino con la que puede vivir”. Así nosotros no vivimos donde queremos, sino donde nuestro bolsillo nos lo permite.

Pero las ciudades proletarias también pueden inspirar esa atracción fatal. Con el atractivo de sus precios módicos, nos susurran al oído una oferta tentadora: “You don’t have to be rich / to be my girl” (“No necesitas ser rica / para ser mi chica), como la canción de Prince. En muchas ocasiones el amor por una ciudad se consuma en el amor por uno de sus habitantes. Kersting, mi antigua profesora de alemán, estaba cautivada por la Ciudad de México y su “estética de la pobreza”. Aprendió español y se enamoró del único chilango matriculado en la Universidad de Kiel, donde ambos estudiaban Lenguas Románicas, y una vez casados se establecieron en Mexicalpan de las Tunas. Recientemente, incluso yo me he sentido atraída por Ciudad Nezahualcóyotl, una ciudad de la que siempre quise huir, al igual que muchos jóvenes con inquietudes. Como un exmarido fugitivo y arrogante, ahora he advertido en ella un encanto al que antes era insensible por nuestra convivencia estrecha. Cuando voy de visita, me he topado a la vuelta de la esquina con personajes y escenarios surrealistas que me han dejado boquiabierta. Esbozando una sonrisa desdentada, sórdida pero concupiscente, Neza me ha estado guiñando el ojo. En el idioma alemán, este sentimiento se denomina Heimweh o nostalgia por la tierra natal.

 

Panorama desde el puente

Vaticinando el retorno a los orígenes, Constantino Kavafis nos conmina a hacer las paces con nuestra ciudad de nacimiento en un poema de 1910: “Vagarás por las mismas / calles. Y envejecerás en los mismos barrios; / y te volverás gris en las mismas casas. / Siempre llegarás a esta ciudad. No esperes otra”. Por donde vayamos la hemos de cargar a cuestas y su peso es todavía mayor si renegamos de ella. Para bien o para mal, nos brinda un punto de referencia para interpretar e interrogar al mundo. En el puente de Brooklyn, que cruza el Río Este, me detuve a contemplar el majestuoso panorama de los rascacielos de Manhattan. Ante la inmensa gama de materiales, estilos y texturas, entré en un shock arquitectónico. Nunca esa mezcla de acero, metal, vidrio y concreto me pareció tan excitante. Le tomé decenas de retratos, pero ninguna le hacía justicia a su gracia sin igual. Sólo un panorama me había conmocionado así, pero de un modo diametralmente opuesto: el basurero del Bordo de Xochiaca, que opera hasta la actualidad.

Ubicado en los límites de Nezahualcóyotl y Chimalhuacán, es un gigantesco descampado en donde se acumulan a diario mares y montañas de basura de la Ciudad de México. Cuando era niña, desde el puente del Bordo bajo el que corre un río de aguas negras, contemplaba con horror el espectáculo de la ciudad construida dentro de ese foco de infecciones. Rodeados por aves de rapiña, insectos, roedores, perros callejeros, mulas, burros y caballos de carga, miles de pepenadores habitan en condiciones infrahumanas dentro de casas improvisadas con desechos sólidos. Pedazos de cartón, madera, lámina, mantas de plástico y de tela conforman los techos y las paredes de sus hogares: una versión extrema del estilo denominado slum housing. Los niños, jóvenes y adultos al interior de sus márgenes son en sí mismos desechos de la gran urbe, sus malqueridos. A falta de dinero y de preparación, viven del reciclaje en suma promiscuidad. Son la prueba de que “todos los residuos, incluidos los residuos humanos, tienden a amontonarse de forma indiscriminada en el mismo basurero”, como afirma el sociólogo Zygmunt Bauman en Vidas desperdiciadas (2013).

Pero Manhattan se ha erigido también sobre los mismos desechos animados e inanimados. El subsuelo, donde ahora trabaja un sinnúmero de ilegales, fue originalmente rellenado con toneladas de basura: las delicias de los arqueólogos que ahí recolectan los restos del pasado. Víctimas de accidentes y de enfermedades laborales, miles de obreros inmigrantes han perdido la vida por una vampiresa de lujo que desde entonces los ha rechazado abiertamente. Hijos de una madre desnaturalizada, incluso los propios neoyorquinos prueban las hieles de sus desprecios. Aun dispuestos a soportar los rigores del hacinamiento, la contaminación, la delincuencia y los embotellamientos característicos de la isla, terminan expulsados a la periferia por el encarecimiento continuo de los bienes raíces. Por eso la organización terrorista Al Qaeda destruyó los símbolos de su dominación: las torres gemelas. Sus atentados criminales representan la venganza de un admirador desdeñado, de un mal perdedor que arroja ácido sobre el rostro de una mujer para romper de golpe su hechizo, para demostrarle cuán vulnerable puede ser su belleza.

 

La última seducción

Sin haberlo planeado me reencontré con Manhattan en el verano de 2016. Por una demora en el itinerario, la aerolínea donde viajaba desde Roma, con destino a la Ciudad de México, perdió nuestro vuelo de conexión en Nueva York. Nos ofrecieron hospedaje gratuito en un hotel de Queens, a las afueras del aeropuerto, con la promesa de partir a la mañana siguiente. Por supuesto, no dormí en la habitación ni pegué un ojo la noche entera. Después de una cena frugal, abordé el metro y descendí en la misma estación donde comenzó nuestro affaire cinco años atrás. Al instante reconocí los escenarios que me habían robado el aliento: el Rockefeller Center, la Catedral de San Patricio, el Radio City Music Hall… Me senté un rato en las escalinatas del Times Square Garden para contemplar las luces de la ciudad. El espectáculo era igual de frenético, pero mi pasión se había sosegado. Después de todo, ya había perdido la virginidad y no escudriñaba la ciudad con ojos de inocencia. Negándome a participar en esa orgía un minuto más, me alejé de la muchedumbre cuanto pude.

Como una amante experta recorrí las calles sin prisas, sin rumbo fijo, sorteando en el camino a un puñado de noctámbulos: vagabundos, limosneros y borrachines inofensivos. Exhausta, me detuve en la madrugada afuera del Madison Square Garden para reponer energías. Justo en ese momento, se apagaron las luces multicolores del Empire State Building y las calles se sumergieron en las penumbras, iluminadas sólo de modo intermitente por los faros de los coches. Tras oponer resistencia, la Ciudad que Nunca Duerme cayó rendida entre mis brazos. Horas más tarde, sintiendo la caricia del amanecer, devoré hasta el último bocado de la Gran Manzana. De ella sólo guardo un buen sabor de boca y oigo con lástima o indiferencia las impresiones negativas de sus otros compañeros de alcoba. Vivimos en una época deshumanizada, que proclama la muerte del amor duradero y enaltece las relaciones fugaces y asépticas. Pero al evocar estos recuerdos entrañables, he tenido que cuestionarme con absoluta sinceridad: ¿De verdad lo nuestro fue sólo sexo? No, definitivamente… Se trató más bien de un amor impuro.

 


[1] “La melancolía de este pequeño pueblo / se está desvaneciendo. / Tendré un flamante nuevo comienzo / en la vieja Nueva York”.

 


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