La semana pasada el Senado argentino detuvo la iniciativa de despenalización para la interrupción voluntaria del embarazo. Este revés para la garantía de salud pública en el país austral ha traído numerosas discusiones que me ha tocado presenciar -y a veces ser parte- en las redes sociales. Valdría la pena comenzar diciendo que ya hace años que en nuestro país la iniciativa está congelada y si acaso los congresos locales han cambiado su postura es para endurecerla. Corríjanme si me equivoco, pero no recuerdo desde la discusión de San Luis Potosí y Baja California allá en el 2011 otra revisión de la Suprema Corte al respecto. Tenemos esa discusión y esa resolución pendiente en nuestro país. Mientras tanto quiero hacer algunos apuntes al respecto -es posible que usted, lector o lectora ya conozcan algunos-:
Quisiera insistir, ya mismo, en mi postura personal ante el aborto -que considero coincide con la abrumadora mayoría-: me parece lamentable y dolorosa la interrupción de una vida humana en ciernes (como también lamentables las condiciones que pueden orillar a una mujer a tomar este recurso), reconozco las potencias de las y los de mi especie y sé que impedir el desarrollo de éstas es un escenario de ninguna manera deseable. Además, aclaro mi postura al respecto de la penalización: me parece también lamentable, dogmática y con una serie de implicaciones prácticas que no pueden sustentarla de ninguna manera como una postura racional.
Pondero que la discusión sobre “el aborto” ha transitado por senderos infértiles porque se ha concentrado en un punto del todo incorrecto: la discusión sobre si es o no un asesinato implica la definición de vida humana y todo parece indicar que estamos bastante lejos de llegar a un acuerdo sobre ella, principalmente porque para un lado de la discusión una creencia es la que media al respecto: el alma es inoculada por una inteligencia divina en el momento del encuentro entre esperma y óvulo. No creo que haga falta ahondar aquí: ¿cómo podríamos ponernos de acuerdo sobre una entidad invisible que no deja rastro alguno, al aparecer: que no puede medirse de ninguna forma? La única resolución posible al respecto es una postura de creencia o descreencia y ello no ofrecerá nunca garantías epistémicas para el indiscutible consenso. Pasa lo mismo con la noción de “malo” o “pecado”, si es que las mujeres creyentes, las católicas, por ejemplo, dejan de abortar, entre otras cosas, porque creen que hacerlo es pecado mortal, ¿qué obligaría en este caso a las que no creen en el pecado en absoluto? -vale la pena agregar, sin embargo, que los estudios parecen mostrar una distribución normal entre mujeres creyentes y no creyentes al momento de interrumpir el embarazo-.
Lo que sucedió en Argentina debe recordarnos lo que sucede en varias entidades del país -en nuestro propio estado-, donde el endurecimiento de los criterios prohibicionistas pueden incluso devenir en que el aborto terapéutico (cuando está en riesgo la vida de la madre) o el decidido luego de un diagnóstico prenatal desfavorable o tras una violación sean prohibidos. La mujer violada, por ejemplo, sufre un abuso doble: luego de ser vejada físicamente, es obligada a engendrar una vida que ella no buscó ni desea. Sé lo que se dice en estos casos “pero el bebé (el cigoto, el feto, sería más correcto), ¿qué culpa lleva?” por supuesto que ninguna, eso no está a discusión, pero ¿realmente somos tan obtusos como para homologar a un ser sin conciencia, sin recuerdos, sin aspiraciones, sin sistema nervioso central a una mujer -por ejemplo- de 16 años violada por un familiar, con una vida por delante, con temores, con aspiraciones, con planes específicos?
Queda pendiente el caso de las mujeres que abortan porque “no sacaron bien sus cuentas” o por -como suele decirse de ellas- “un momento de calentura”, “porque abrieron las piernas”. “¡Mujeres terribles, tontas, calenturientas, malvadas!” En realidad, aún si estos abyectos juicios fueran certeros -que a mí me parecen espantosos y vulgares-, ¿es lo mejor que esas mujeres sean madres? ¿Que su “castigo” por su inconsciencia sea la maternidad? Y no, anticipo: a mí no me gustaría que me hubieran abortado: tengo una familia increíble y una vida afortunada en términos generales. Pero puedo imaginar con facilidad ciertas situaciones donde la vida sí se antoja indeseable hasta para el sujeto mismo. En este mismo sentido debemos ya de desterrar los “argumentos” (es un decir) como el de “¿y si la madre de Vivaldi lo hubiera abortado?”, bien, eso “funciona” igual en el otro sentido: “¿y si la madre de Hitler lo hubiera abortado?” con lo cual se prueba es una insensatez. No creo que ningún embarazo deba ser una obligación para una mujer, ni el ejercicio de su maternidad. Por cierto, también he leído el “argumento” de que deben tener a los niños y luego darlos en adopción. Hay que ser realmente cínico para decir tal cosa cuando tenemos tantas niñas y niños en situación de calle en nuestro país, y los orfanatos atiborrados. Ah, por cierto, además, cuando un sector como el homosexual quiere adoptar, también se trata de impedirlo. Y es que en realidad el sector conservador parece defender y amar más sus propias creencias que la vida misma (a menos que sea en discurso y en abstracto).
Insisto, no estoy a favor del aborto per se. Pero tampoco veo que en este país se hagan muchas cosas por evitar esa situación más allá de leyes peligrosas, dogmáticas y absurdas. ¿Una correcta educación sexual, en este país dominado por la tradición judeocristiana? No lo creo: ¡hasta hace unos años en nuestro estado había farmacias que no vendían ni siquiera condones! ¡Vaya educación sexual! Cuando se da, también es factor de reclamo que se le hable de esas cosas a nuestras y nuestros adolescentes: “eso lo veremos en casa”; padres, madres: por el número de embarazos adolescentes lamento decirles que su estrategia no está funcionando. Por otro lado, cuando se llega a dar educación sexual se confunden responsabilidades: incluso en estos días le reclamaban en algún desafortunado meme a las mujeres no usar condones masculinos (no estoy bromeando). La educación sexual es un tema complejo y por cierto creo que no debería ser una instrucción igualitaria: hombres y mujeres no somos iguales y la educación debería hacer profunda esta diferencia: los hombres llevamos una mayor responsabilidad desde el momento en que la apuesta de ambos sexos al tener relaciones no es, ni de lejos, la misma: un hombre que embaraza a una mujer cuyo futuro hijo no desea se larga y punto -por cierto ¿por qué nunca hablamos de castigar al padre que abandona, por qué el padre sí puede elegir serlo o no?-, y ha gastado una de millones de células reproductivas, una mujer en cambio -tragedia de la naturaleza- ha puesto en el juego una de sus contadas células reproductivas y deberá atenerse a, al menos, nueve meses de inversión calórica. Puesto así, incluso desde el más básico nivel biológico, es urgente que reformemos nuestra postura: debería ser extremadamente castigado socialmente que un hombre siquiera pretendiera convencer a una mujer de tener relaciones sin protección, por razones éticas e incluso, si se quiere, meramente civiles.
Al respecto de mi referencia a la tradición judeocristiana, si alguien desea argumentar que exagero y que estas leyes no son en gran medida influidas por el dominio católico que hay en nuestro país, deberían, de inicio, revisar y eventualmente reclamar a los que se encuentran “de su lado”: ¿quién presumió que las medidas de la Suprema Corte en México fueron impulsadas por el Papa?, ¿no son los propios sectores conservadores, las y los senadores en Argentina quienes arguyeron que creían en el alma y que tenían valore confesionales que defender?
Dejemos de discutir sobre cuándo inicia una vida humana -porque no lo resolveremos pronto, tal vez nunca-, vayamos de lleno al problema de salud -miles de mujeres, pobres casi todas, muriendo en una práctica de bajo riesgo en una clínica- y aún más abajo: a la educación sexual que reciben los jóvenes de nuestro país. Reconozcamos de una buena vez que el problema es un problema de salud pública, y que prohibirlo sólo garantiza que sigan muriendo los fetos y las mujeres (que podrían engendrar vida ulterior); vale decir también que el argumento que leí en estos días sobre “no quiero mi dinero público metido en esto” es flaco: los problemas públicos, nos guste o no, se combaten con recurso público. Si partiéramos de una idea contraria, los veganos podrían luchar porque no se use dinero público en problemas cardiovasculares relacionados con el consumo de colesterol.
Cuando yo era niño escuchaba en ciertos círculos hablar de países como Holanda, Alemania, Dinamarca o Noruega como ejemplos de esos descarriados y pecaminosos sitios donde se permitía el uso de drogas, la eutanasia y el aborto: el fin del mundo. Hoy, sus políticas, en mayor medida, les han dado la razón: varios de ellos ocupan cada año los primeros sitios en el Índice de Desarrollo Humano de la ONU. Son en general países menos violentos, más civilizados, con mayor seguridad social y económica, con mejor nivel educativo y con mejor salud y una notoria esperanza de vida. Hoy seguimos ufanos de presumir cuántos mexicanos están en contra del “atroz asesinato” que es el aborto. ¿No será tiempo de dejar las falacias populares y aspirar a mejor destino? Cambiemos el ad populum por una especie de ad electissimus.
En casi todo, estar a favor o en contra es algo superficial en realidad. Decir “sí” o “no” es poco. ¿Cómo argumentamos esa postura? y, más aún ¿qué sigue?
/Aguascalientesplural | @alexvzuniga