Para mi amigas y amigos docentes, con admiración y respeto
En materia educativa, dados los claros resultados electorales del 1 de julio pasado, donde una mayoría ciudadana se pronunció de manera clara por los muchos cambios ofrecidos por el hoy presidente electo, Andrés Manuel López Obrador; la necesidad de enseñar en la escuela algunas ideas que versen sobre la educación cívica desde los primeros años de la educación formal parece difícilmente discutible, y un gobierno progresista como el que va a encabezar AMLO a partir del próximo 1 de diciembre debería considerarla como uno de sus objetivos más importantes en materia educativa, a condición de que se entienda y se respete la obvia exigencia del legítimo pluralismo social e ideológico de la sociedad mexicana. Dicho de otra manera, en una sociedad que pretende ser democrática, es decir, plural, donde es perfectamente legítimo sostener diferentes principios, valores o concepciones éticas ¿cómo determinar cuáles son los valores cívicos, éticos, que nos dicen que hay que enseñar?, ¿Cómo se establece ese consenso de valores y principios? Porque el problema de esas recetas éticas es que chocan siempre con una de las tesis básicas de la democracia liberal, es decir, la de imponer una idea particular del “bien”. Entonces, tal vez la vía más adecuada para construir ese consenso necesario sobre los “valores”, pasa por superar la identificación habitual de ese proyecto pedagógico exclusivamente con la enseñanza de “unos” valores cívicos y éticos Se propone así una solución más sencilla, más civil, más laica y con referentes objetivables que van más allá de la sabiduría de los nuevos clérigos, los viejos obispos de pueblo, los sabios y gurús que nos aleccionan todos los días y a todas horas sobre los verdaderos valores y principios del humanismo. Entonces, la propuesta que aquí se sostiene reside en que recordemos, o en su defecto aprendamos, que en una sociedad plural, la única ética pública que puede aspirar a un reconocimiento oficial y por tanto, a ser enseñada y aun impuesta sin que ello plantee problemas de libertad, es la de los derechos humanos. No se pretende así sostener que la idea de su supuesta universalidad no sea criticable, y mucho más en un país pluricultural como México, pero es que en democracia imponer valores choca con el respeto al pluralismo y por tanto hay que ir con cuidado para llegar más lejos. Y si es cierto que debemos respeto a los diferentes y legítimos sistemas o representaciones del mundo y de los valores; entonces los únicos valores y principios éticos que pueden y deben ser contenido educativo indiscutible, porque son los únicos que cabe reforzar con imposición exigible bajo sanción, están claros, y son los de los Derechos Humanos.
Dicha conclusión se extrae fácilmente si se acepta la tesis del influyente filósofo contemporáneo Jurgen Habermas sobre la “emigración de la ética a las Constituciones”. Es decir, que en una sociedad democrática y plural, deben poder tener derecho a expresión todas las diferentes ideas de bien, las propuestas éticas, las diferentes teorías de la virtud (sobre todo, de las virtudes que deben contar en el espacio público). Pero entonces: ¿cómo elegir entre ellas?, ¿Cabe imponer una sobre otras? ¿Con qué criterio? La respuesta la da de Habermas en la medida en que las Constituciones, en su parte programática o “dogmática”, incluyen ese contenido de ética pública de aspiración universal y con fuerza exigible, que son los derechos humanos. Y no cabe discusión. Además, esta solución cuenta a su favor con la característica de certeza que otorgan unas fuentes legales “positivadas”, hechas leyes, se entiende, que son difícilmente cuestionables o discutibles. Y ahí está la reforma sobre Derechos Humanos de 2011 en el caso de México para atajar cualquier posible duda al respecto. Por lo tanto, a la pregunta ¿qué enseñar?, la respuesta es sencilla: los derechos humanos contenidos en la Declaración Universal de los Derechos Humanos, los Pactos de derechos humanos de Naciones Unidas de 1966, el sistema de Convenios de las propias Naciones Unidas, comenzando por el primero, el Convenio para la eliminación de todas las formas de discriminación de las mujeres. Y, tal y como resulta evidente en un Estado como el mexicano: el Sistema Interamericano de Derechos Humanos, conformado por las opiniones consultivas de la Comisión Interamericana y los relevantes contenidos interpretativos de las sentencias de la Corte Interamericana de Derechos Humanos.
Pero la solución que aquí se propone no es sin embargo ninguna revolución del pensamiento educativo o pedagógico: se trata solo de recordar y poner al día un mandato reiterado por la ONU desde el artículo 26.2 de la Declaración de 1948, en el que se señala la enseñanza de los derechos humanos como contenido del derecho a la educación: “La educación tendrá por objeto el pleno desarrollo de la personalidad humana y el fortalecimiento del respeto a los derechos humanos y a las libertades fundamentales”, donde la Unesco viene insistiendo consistentemente en el enfoque de una educación para los Derechos Humanos y la paz. Por eso es dable y deseable proponer la introducción en la currícula de la Educación Básica, Media Básica y Media Superior en México, una materia obligatoria en derechos humanos que ponga énfasis no sólo en la dimensión cognoscitiva (aprender una lista de derechos y su contenido), sino sobre todo en su verdadera razón de ser y en su utilidad: el empoderamiento en los derechos humanos desde que somos niñas y niños, pues se trata de hacer ver que los derechos humanos son una tarea inacabada, colectiva, que nos concierne a todos. Sobre todo a los docentes y educadores, y por cierto también a las niñas y niños. En otras palabras, los derechos humanos no pueden ser vistos sólo como una cuestión a discutir en sesudos foros institucionales, en las infaustas comisiones de derechos humanos cooptadas y dóciles al poder político, ni en los Juzgados de Distrito, sino como parte de las competencias para la vida que todas las niñas y niños deben adquirir para ejercerlos, luchar por ellos, y conseguir así una ciudadanía empoderada, crítica y activa. Se podrá decir para rebatir esta propuesta que dicha enseñanza de los derechos humanos debe ser y es transversal y que está implícita en el propio modelo de educación pública, en la medida en que los derechos humanos inspiran (deben inspirar) todos los contenidos curriculares y tienen (deben tener) reflejo en la práctica docente misma. Pero parece claro que esto es insuficiente a la hora de transmitir conocimiento y formación en la cultura de los derechos humanos, y a la vista están los resultados en un país como el nuestro, con más de cien mil muertos y 30 mil desaparecidos sólo en los últimos años.
Así que conviene insistir en que la cultura de los derechos humanos no consiste sólo en el conocimiento de declaraciones, convenios o textos constitucionales sobre derechos humanos, sino que se trata también de entender por qué y para qué existen los derechos humanos. Para eso, hay que explicar también la historia y génesis de las luchas sociales y políticas por el reconocimiento y garantía de los derechos humanos, comenzando por los derechos de los más vulnerables, la necesidad de la igual libertad en ese reconocimiento y garantía de los derechos, o los instrumentos para luchar contra las violaciones más graves de los mismos. Y hay que dar cuenta de cómo y para qué hablamos de derechos de los niños, derechos de las mujeres, derechos de los pueblos indígenas, de la lucha contra la explotación infantil y la violencia de género, por citar algunos ámbitos prioritarios, pero también contra las muy frecuentes manifestaciones de acoso, violencia y discriminación en la escuela, que hoy llamamos “bullying” al influjo de los barbarismos de moda. Esa es la manera de combatir la falta de respeto y reconocimiento a todo otro y, por tanto, amenazas como la xenofobia, el racismo, el machismo, o el desprecio al otro. Prejuicio y discriminación se combaten con conocimiento práctico de los derechos humanos. Por eso su enseñanza debe constituir un instrumento prioritario de cualquier sistema público educativo. Así, la enseñanza de los derechos humanos no debe ser una especie de catecismo laico en el que los dogmas de la iglesia son sustituidos por los dogmas de la ONU.
Entonces, cuando se habla de una cultura de los derechos, por definición implica la oposición a cualquier fundamentalismo. Por cierto también del fundamentalismo de los derechos humanos, que pretende que exista un catálogo cerrado, que se ha formulado de una vez para siempre y por tanto no caben nuevos derechos ni nuevos sujetos de derechos. El fundamentalismo de quien sostiene que los derechos humanos –mis derechos– son verdaderos y absolutos y, por tanto, que no hay conflictos de derechos que no tengan solución objetiva en ese verdadero catálogo. Pero esto no es así: no hay, por definición, ningún derecho absoluto. No: la enseñanza de los derechos humanos no debe ser una especie de catecismo laico en el que los dogmas de esta o aquella iglesia son sustituidos por los dogmas de 1948. No es así porque, como siempre que entra en juego la razón práctica, tal y como decía Kant, ésta no nos ofrece un contenido de verdad necesaria e intemporal, sino de razonabilidad, para decidir, juzgar y justificar nuestras acciones. Y la razonabilidad apela a la aceptabilidad de argumentos, es decir, al protagonismo del público en una discusión abierta a toda crítica.
La propuesta consiste entonces en aprender a luchar por los derechos, que son nuestros, de todos: los señores de los derechos no son esta o aquella institución, este o aquel sabio (académicos, empleados públicos, legisladores, jueces). Las y los señores de los derechos somos los seres humanos, organizados como ciudadanos, de donde nace la necesidad de ensanchar esa condición para que sea lo más plural e inclusiva posible. Se trata, en fin, de aprender colectivamente que las instituciones jurídicas y políticas (comenzando por leyes, juzgados y tribunales) adquieren sentido sólo si sirven a ese objetivo, que es la mejor garantía de la igual libertad de todos. Entendiendo así los derechos como puentes que nos ayudan a convivir y construir sociedades cada vez más decentes, sin exclusiones, discriminaciones ni prejuicios.