El conocimiento de una nueva cultura presume, siempre, ampliación de conocimientos, independientemente de que éstos sean experiencias agradables no. Para los mexicanos en general, viajar al norte de nuestro continente implica viajar al Primer Mundo, y por lo tanto a la tierra de las maravillas tecnológicas y al reino del orden. Sí, pasar por Canadá y por Estados Unidos es sumergirse en el mundo de lo que debe ser, del hacer lo correcto, de comportarse con responsabilidad.
En estos países los mexicanos no tiramos basura en las calles, cedemos el paso a los demás, no nos estacionamos en doble fila, cruzamos las calles por las esquinas, en fin, hacemos todas las cosas que no hacemos en nuestro país. Con esto no quiero decir que los norteños sean personas más cultas o mejor educadas que nosotros, sino que simplemente cumplen con una serie de normas que les permiten una mejor convivencia y les facilitan las cosas. Basta poner al habitante promedio del área norte de Wisconsin a comer pollo o una langosta, para ver cómo los cubiertos le sirven de adorno y termina comiendo como cavernícola a mano limpia. En cambio, cuando los mexicanos tenemos la ocasión de viajar al sur, las cosas son diferentes: el viaje es una verdadera aventura desde que llegamos a un país debajo de nuestra frontera. ¿Por qué? Principalmente por la falta de un orden establecido, y la ausencia de normas claras y señalamientos, que hacen, para el recién llegado toda una complicación, y pérdida de tiempo.
En el sur de América uno depende de las personas para moverse, en el norte de América uno se guía por el orden ya establecido, como las señalizaciones caras y específicas, los caminos inequívocos, los turnos que le corresponden… El viajero adquiere un sentido, quizá falso o irreal, de seguridad en el norte, mientras que en el sur el viajero se vuelve más ágil, más atento, porque hay que estar buscando la información. Y a eso se reduce la diferencia: información. Mientras en un lado es visible y clara, abundante y en ocasiones redundante, en el otro es escasa, ausente y ambigua. Si los países del norte fueran empresas, serían negocios que cuidan a sus clientes dándoles las mejores oportunidades a través de una clara información. La diferencia no cuesta mucho y se obtienen grandes resultados con sólo planear las cosas para hacerlas más fáciles para los demás.
Es innegable el progreso económico que Canadá y Estados Unidos poseen, ya que económicamente vivir en estos países representa un mejor nivel de vida. Sin embargo, los habitantes de estos países, y otros de primer mundo, han caído en un vicio social en el que los vínculos personales se han desteñido en grado importante. Comencemos por la familia americana, cuyos hijos son, en términos generales, separados del seno familiar a los 18 años. Unos porque se van a la universidad a cursar sus estudios, otros, simplemente para que se independizan y comienzan a trabajar. La sociedad americana si bien gira alrededor de la familia, el lazo no es tan fuerte como en nuestro caso, y yo creo que los lazos familiares en México son más estrechos debido a que no hay una consigna social o cultural de destierro de los hijos. En la mayoría de los casos, los mexicanos que tenemos oportunidad de una educación superior, la hacemos en nuestra misma ciudad –cuando esto es posible–, sin vernos separados de nuestra familia. Además, no hay una consigna de salir de la casa y hacerse independiente a los 18 años. Vivimos en familia mucho más tiempo que los americanos lo hacen, y eso hace que nuestros lazos afectivos y sociales giren alrededor de la familia.
En el caso de nuestros vecinos del norte, toda vez que los hijos dejan su casa para estudiar o vivir independientes, la frecuencia familiar se ve disminuida y el valor de la familia pasa a un segundo término. Si a un joven americano lo sacaron de su casa a los 18 años para se valiera por sí mismo, será muy difícil esperar que se encargue de cuidar a sus padres en su vejez. Es una simple ecuación de correspondencia. Los padres limitaron el tiempo con los hijos, los hijos americanos limitaron el tiempo con sus padres. Es por eso que en Estados Unidos y Canadá existen muchos asilos y casas para personas grandes. En cambio, en México, regularmente a nuestros padres y abuelos los cuidamos nosotros, en nuestros hogares, en sus casas y con sus seres queridos.
Una de las primeras cosas que me llamaron la atención hace unos 10 años, la primera vez que visité la ciudad de Montreal, Canadá, fue la cantidad de personas solas que asisten a los cafés. De todas edades y sexos. Jóvenes, maduros y personas de la tercera edad, hombres y mujeres que van un rato al café a sentarse solas en una mesa mientras leen un periódico local o se pierden en la nostalgia de sus pensamientos. Los hay, claro, quienes van acompañados, pero son los menos y habitualmente se trata de adolescentes. En México, el café es punto de reunión con los amigos, con la familia, con la novia o el pretendiente, en fin, ir al café es un acto de sociabilidad, en general, los cafés en México son sitios de reunión donde compartimos con los nuestros. Lo que intento decir es que tenemos mayor cohesión social los mexicanos que los americanos, los canadienses, los ingleses… El calor social se nos nota a leguas. Uno puede ir caminando en la calle de la Ópera en París y detectar, a simple vista, quién es argentino, mexicano, cubano y en general sudamericano. Sobresalimos con un carácter distinto, jovial. Resaltamos incluso entre los franceses. Nuestra cultura nos invita a socializar, y el ejemplo y vida que tenemos del sentido de familia nos hace extender este sentimiento a nuestro círculo social. Esto es, tratamos a nuestros amigos como familia, al menos a nuestros verdaderos y cercanos amigos. Y hacemos de nuestros lazos afectivos una familia extendida. No poseemos una fortaleza económica como la de nuestros vecinos al norte del Río Bravo, pero quizá no necesitamos más que la televisión y la videograbadora para llevar nuestra vida exitosamente, de forma más cálida, y con un entramado social más cobijador que el de otras sociedades industrializadas. También por eso nuestras amistades se extienden a través de los años, muchas a nuestra infancia, porque los mexicanos somos cultivadores, mantenedores de lazos afectivos. Atesoramos afecto, porque ese fue el ejemplo que recibimos en nuestros hogares, y por ello la amistad, la verdadera amistad, igual que la familia, en México se elevan a un nivel sacro. Formamos una telaraña afectiva que nos lleva y sostiene a lo largo de nuestras vidas con quienes son compatibles con nosotros.
Si tuviéramos la oportunidad de escoger y no tener que venir a Estados Unidos o a Canadá a trabajar para lograr una mejoría económica, estoy cierto que nadie dejaría nuestras fronteras. Por ello no es raro que quien se despatrió voluntariamente buscando una mejoría económica, regrese tras haber logrado algunos ahorros. Nuestra cultura, nuestra sociedad, nos proporciona no sólo pertenencia e identidad, además nos inyecta un sentimiento de acompañamiento, de comparsa, de complicidad y de raíz. Ser mexicano es tener raíces que van más allá de la tierra; raíces con las que vivimos diariamente y que nos soportan y nos conforman a cada instante.