Nuestros conceptos de razón y racionalidad han sufrido duros reveses: los escépticos, dogmáticos, subjetivistas, relativistas, posmodernos, racionalistas…, han caído en el fango de la sofística del todo o nada. O bien la razón cumple con los estándares más estrictos, con las más altas exigencias que nuestra mente logre imaginar o desear, o bien debemos prescindir por completo de la razón. René Descartes impuso metas irreales a nuestra racionalidad al inicio de la primera de las Meditaciones metafísicas: “He advertido hace ya algún tiempo que, desde mi más temprana edad, había admitido como verdaderas muchas opiniones falsas, y que lo edificado después sobre cimientos tan poco sólidos tenía que ser por fuerza muy dudoso e incierto; de suerte que me era preciso emprender seriamente, una vez en la vida, la tarea de deshacerme de todas las opiniones a las que hasta entonces había dado crédito, y empezar todo de nuevo desde los fundamentos, si quería establecer algo firme y constante en las ciencias […]. Ahora bien, para cumplir tal designio, no me será necesario probar que son todas falsas, lo que acaso no conseguiría nunca; sino que, por cuanto la razón me persuade desde el principio para que no dé más crédito a las cosas no enteramente ciertas e indudables que a las manifiestamente falsas, me bastará para rechazarlas todas con encontrar en cada una el más pequeño motivo de duda” (AT VII, 17-18; énfasis añadido).
Así, Descartes pensó que bastaba encontrar un mínimo atisbo de duda en cualquiera de sus creencias para abandonarlas: i.e., una condición suficiente para rechazar una creencia como no fundada era encontrar una posibilidad lógica que le hiciera dudar de ella. La posibilidad de que nuestros sentidos nos engañen, de que estemos soñando, o de que un genio maligno nos esté timando, fueron un imaginario lógico suficiente para que Descartes rechazara todas sus creencias que tuvieran como fuente la percepción sensorial o el uso de su razón. Fueron tan altas las exigencias a las que Descartes sometió a la racionalidad humana que pronto se quedó solo, encerrado en sus pensamientos, en el más cruel de los solipsismos, del que sólo pudo sacarlo su dios benevolente.
El patetismo de la sofística de la irracionalidad, a la que condujo la sofística del todo o nada, es expresado sin recato por Schelling en sus Investigaciones losó cas sobre la esencia de la libertad humana: “Ésta es la tristeza inherente a toda vida finita, e incluso si hay en Dios una condición al menos relativamente independiente, es también una fuente de tristeza, que, empero, nunca se hace efectiva, sino que sólo está al servicio de la eterna alegría de la superación. De ahí el velo de tristeza que se extiende sobre toda la naturaleza, la profunda e inquebrantable melancolía de toda vida” (VII, 399).
Schelling atribuye a la existencia humana una pesadumbre (Schwermut) ineludible, una tristeza en la que se apoyan tanto la conciencia como el conocimiento, y que es el fundamento de toda percepción y proceso mental. Así, la sofística de la irracionalidad, dadas las exigencias planteadas a la razón humana, termina por volver sospechosa a la razón misma.
También contemplamos la estela del cartesianismo a lo largo y ancho de la Modernidad. Se encuentra en el pensamiento matematizante lebniziano, y en sus paradojas sobre la libertad humana; en el intento geométrico de Spinoza por fundamentar la ética; en las distinciones empiristas entre el conocimiento a priori y a posteriori, y entre enunciados y juicios analíticos y sintéticos; en el escepticismo teórico de Hume, y sus críticas a la razón, y a las nociones de cau- salidad e inducción; en el intento kantiano de fundamentar, a través de la razón pura, a la ética; en la Aufhebung hegeliana, y sus aspiraciones de un sistema absoluto y totalizante; en el proyecto logicista de Frege y Russell; en el intento de una construcción [Aufbau] lógica del mundo de Carnap; en el emotivismo moral y estético de los positivistas lógicos; así como en la norma del “todo vale” que rige a las más variopintas especulaciones posmodernas.
Todos estos proyectos e intentos, asumidos desde “la sofística del todo o nada”, tienden a compartir un concepto común de “razón”, un concepto “austero”, cuyo modelo de funcionamiento es el algoritmo. Este concepto austero de “razón” es el que desencadena la no pocas veces incontenible “sofística de la irracionalidad”: se piensa que o bien disponemos de una razón austera -con modelos certeros para construir y reconstruir conceptos, criterios fijos, precisos y generales para argumentar, y programas fundamentalistas de justificación–, o no nos queda más que el “todo vale” y sus versiones más enconadas: el escepticismo y el relativismo epistémicos. Estos programas racionalistas, deductivistas y fundamentalistas buscan excluir por completo a la incertidumbre, y reducirse a lo indubitable, al cálculo exacto y al respaldo necesario de conclusiones. Sin embargo, no hay por qué aceptar de inicio la alternativa del “todo o nada”, pues parece que, como afirma Carlos Pereda: “Encontramos racionalidad en donde encontramos argumentación, y ésta se dice de muchas maneras: hay diferentes esque- mas argumentales y varias posibilidades de formular un ataque argumental o de respaldar una conclusión. Así, eliminar de la razón, como requisitos necesarios, atributos tales como criterios precisos, fijos y generales o creencias últimas en tanto fundamentos, y vincularla a la delicada aventura de los ciclos argumentales despide un concepto austero de razón, una razón cierta de sí en tanto singular, homogénea, demarcada, con relaciones exclusivamente necesarias. Pero no despide a la razón. Por el contrario, le da la bienvenida a un concepto enfático de razón e invita a vivir con su incertidumbre, a enfrentarnos sin cesar a ella”.
Ecos de una posición que no excluye a la incertidumbre de la razón los encontramos también en la historia de las ideas: está en el pensamiento moral aristotélico que asume a la incertidumbre como un componente esencial de la vida moral, donde el hombre prudente y culto asume esa realidad, y en el que la prudencia (phrónesis) se concibe como el medio ideal para administrar dicha carencia de certezas. Está también en el alegato en pro del “espíritu de fineza” (esprit de nesse) pascaliano, y en su oposición al “espíritu geométrico” (esprit de géométrie). Y, en Kant, se aloja en el concepto de “juicio reflexionante” (reektierenden Urteilskraft), con el que deseaba mostrar que el ser humano es un racionalizador vagabundo, y lo ejemplificaba perfectamente en las particularidades de nuestros juicios estéticos y el libre juego de nuestras facultades. Carlos Pereda recuperó estas intuiciones bajo el concepto de “razón enfática”: aquélla que admite el lenguaje figurado, la probabilidad, que toma en cuenta la historia de los conceptos y de los términos, y que considera relevante quién dice una cosa y a quién la dice.
De este modo, no resultará extraño que se pueda afirmar hoy sin vaguedades que la defensa de la incertidumbre de la razón es la mejor defensa de la razón: la defensa de una razón enfática, pero sin falsas ilusiones de seguridad y, por eso mismo, sin desengaños suicidas. Y también que, en la actualidad, la argumentación ya es el nuevo paradigma de la razón humana, lo que quizá constituya una de las mayores revoluciones dentro del pensamiento occidental.
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