En las últimas décadas la arquitectura mexicana, pública y privada, ha desarrollado un gusto por la fealdad, a tal grado, que casi ha logrado crear una nueva corriente arquitectónica, pero aún no. Por lo pronto, podríamos llamarla “Escuela mexicana de arquitectura, consciente e inconsciente, con varita mágica anti Midas y fiel creyente de que la Bauhaus era una necedad”. Para abreviar, llamémosle arquitectura anti Midas o anti Bauhaus. Los arquitectos mexicanos han diseñado con la brocha gorda de su gusto kitsch prácticamente todas las principales concentraciones urbanas del territorio nacional. Parece, se ve, que su catálogo de recursos arquitectónicos está dirigido a sostener una guerra abierta y de largo aliento contra la pobre y vapuleada diosa Harmonía. Los resultados están a la vista, han logrado que la estética de la fealdad adquiera nuevos y horrorosos bríos y luzca renovados y repulsivos esplendores. Por doquier, casas cursis de pompas clasemedieras y derroches grandilocuentes y edificios disfuncionales de Modernidad parchada. Si esa era la intención, lo lograron, bravo, representan una ruptura con los cánones occidentales –de belleza, de utilidad–, bravo de nuevo, son vanguardia artística. Lamentablemente no es el caso, se trata más bien de un simple y llano asunto de mal gusto y de autoengaño deliberado y acomodaticio. Si la Bauhaus, con Walter Gropius y Mies van der Rohe a la cabeza, proponía que la forma debía seguir a la función y con ello revolucionaron el diseño (arquitectónico, gráfico, industrial) –es decir, que la estética debía estar supeditada a la funcionalidad del objeto–, la arquitectura mexicana anti Bauhaus, justamente, va a contracorriente, primero la forma, después la función –ya se irá corrigiendo sobre la marcha, se oye decir a cada rato a chalanes con y sin título–. Así, un edificio, alto o enano, con fachada de espejos ha de reflejar el supuesto poderío que lo sustenta y ya, ahí que el entorno y los propios usuarios que se vayan acomodando. Si desde la Antigüedad se señalaba que la arquitectura habría de buscar un equilibrio entre la belleza y la utilidad –Vitruvio dixit–, el arquitecto mexicano se rinde ante su perspectiva defectuosa y echa mano del único curso de historia del arte que tomó en la universidad, obligado y a regañadientes durante algún verano, y ante la chequera de su cliente. Lo mejor es que arquitecto y cliente no tienen que negociar, de hecho, coinciden en gusto y preferencias y son capaces de alcanzar una simbiosis estrambótica que echa a perder todo lo que toca: volúmenes, formas, colores, estilos. He ahí el toque anti Midas, más repulsivo y cursi que una película de terror adolescente. Así, todos somos arquitectos, las casas son trofeos y las fachadas han de reflejar todo el dinero que se tenga, poco o mucho, y provocar envidia en el vecino, sin importar si parecen un delirio nauseabundo.
Sé que usted comparte el sentimiento, estimado lector y adoptante, cuando a veces, ante una construcción, se tiene una sensación de desasosiego absoluto por la incertidumbre de no saber qué estamos viendo exactamente: ¿espacio habitable, escultura amorfa, sueño vulgar, dislexia espacial? ¿Quién lo hizo?, ¿un arquitecto, un ingeniero, un artista, un ortopedista? Para apaciguar nuestras dudas, nos respondemos siempre lo mismo, nos autoengañamos, y nos calmamos. “Seguro no hubo un arquitecto detrás de este armatoste”, nos decimos, pero sabemos que no fue así, sabemos que sí fue producto del cerebro intestinal de alguien con título y cédula profesional y que se pagó por el proyecto y, peor aún, que fue del gusto de todos.
Si entre su planes próximos está adoptar un mexicano, tome en cuenta que el ojo de su mexicano estará contaminado por la vulgaridad arquitectónica que permea el país, por lo que se recomienda seguir los siguientes pasos.
Primer paso: los primeros años de convivencia con su mexicano sométalo a una dieta rigurosa de minimalismo asceta, casi rayano en la austeridad carcelaria. Nada de adornos, colores o formas curvas. Esto ayudará a limpiar las neuronas encargadas del campo visual de su mexicano. Con el tiempo, y conforme vaya dando muestras de madurez estética, podrá permitirle aquí y allá alguna voluta estridente o exuberante, pero siempre con prudencia cuasi monacal.
Segundo paso: usted no sabe si su mexicano se convertirá en un arquitecto, pero para evitar sustos y sobresaltos, cómprele un Lego monocromático e insista en composiciones de geometría rigurosa y proporciones áureas. O estimúlelo en otras áreas para que adquiera un oficio o profesión en la que no se corra el riesgo de que salpique con su mal gusto la estética del cosmos.
Tercer paso: evite a como dé lugar que su mexicano tenga contacto alguno, durante toda su vida, con la política, pues si esto llegara a suceder su mexicano entraría en contacto con la fuente del feísmo que azota a las ciudades mexicanas y correría el riesgo de infectarse, además de que se vería bombardeado por todos los frentes por la monstruosidad, la desproporción, la asimetría, la indignidad, la imperfección, la vulgaridad, la chabacanería, la ramplonería, la incultura, la brusquedad, la torpeza, la trivialidad, la incorrección y la fealdad, entonces todo estaría perdido, pues así es la política mexicana, de carne y hueso.
Preguntas frecuentes: ¿La arquitectura mexicana es virulenta? Sí. ¿La arquitectura mexicana es una enfermedad? No. ¿La arquitectura mexicana es contagiosa? Depende.