Saludar al vecino, acostarse a una hora,
trabajar cada día para vivir en la vida,
y contestar solo aquello y sentir solo esto,
y que Dios nos ampare de malos pensamientos …
Pies descalzos. Shakira
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Existe en México (y en varias de sus entidades) una tendencia hacia el retroceso moralino y el control de conciencias y conductas a partir de criterios (más allá de lo legal, pero muchas veces con impacto jurídico), basados en el prejuicio de lo que un grupo social con hegemonía dicta sobre qué es y qué no es lo correcto, lo moral, lo que fomenta “las buenas costumbres”. Esta visión de “lo que es bueno para mi grupo debe ser bueno para todos” está basada en una sublimación de la moral judeocristiana (en cualquiera de las expresiones de su cisma) que -para efectos prácticos- privilegia varias categorías de pensamiento, por ejemplo:
- El bien absoluto y el mal absoluto. En una visión maniquea, carente de los matices que dan el análisis de la intencionalidad, el contexto de las acciones, o el ejercicio del pensamiento crítico, las posturas facilonas de los moralinos se reducen a blanco y negro, con dios o con el diablo, con los buenos o con los malos; en una partida de bandos en la que ellos -por supuesto- son los buenos, los claros, los que -gracias a sus “valores”- pueden ver el lado correcto de la historia y estar en él.
- La culpa. Educados en la noción maniquea que se fortalece con la idea del pecado, la culpa es motor sustancial para fomentar o inhibir conductas. Si los moralinos se “portan bien”, no es por la ética, la corresponsabilidad civil, la mínima empatía, o la lealtad a su colectivo; no. Si se “portan bien” es gracias a la poderosa función psicológica que ejercen la culpa y el miedo al castigo. Del mismo modo, si su actuar es culpígeno, su reaccionar ante los sucesos de su entorno también lo es: para todo “mal” hay un culpable que debe ser -cuando menos- señalado.
- El imperio del heteropatriarcado falocentrista. En esta noción -claro- el hombre es el primus inter pares, el personaje de acción que lleva la narrativa de la trama. En ese sentido, todo lo que no sea hombre-viril-heterosexual padece naturalmente de una minusvalía: la mujer, o el hombre femenino, como ejemplos más claros.
- La definición de Familia. En su gama de carencias, los moralinos son incapaces de concebir un reducto doméstico distinto al modelaje de familia heteropatriarcal, en el que indefectiblemente deben existir: el hombre que provee, la mujer que lleva la crianza, y los hijos sobre los cuales hay que reproducir ideológicamente el mismo sistema. Todo lo que salga del modelo está roto, es incompleto, o representa una falla que amenaza la reproducción del sistema de valores.
- El romanticismo. En esta noción, el hombre -al ser el personaje de acción- debe cortejar, tener la iniciativa, procurar el mimo a la mujer como ente pasivo, acaso sin percatarse de que en la galantería romántica subyacen cánones normalizados de degradación.
- La dualidad simbólica de la mujer. Muy en la concepción maniquea de los moralinos, la mujer o es recatada o es puta; o es sumisa o es un problema; o es maternal o es incompleta; o es femenina o es “machorra”. En esa tónica, en la mujer se encuentra la raíz de la desviación, y con la desviación, el mal. Si a la mujer se le cosifica, ya como madre, como receptáculo, o como criadora, ante todo se le cosifica como objeto de deseo. En ese deseo culpígeno es donde se incuba la raíz del mal.
- La abstracción de “los valores”. Cuando los moralinos hablan de “los valores”, lo hacen en abstracto, como un cúmulo de asociaciones ideológicas que tienen qué ver con lo que estos consideran “bueno” o deseable. En este cúmulo de ideas se basan en las viñetas anteriores: su concepto de familia; de masculinidad o feminidad; de cómo se deben relacionar hombres con hombres, mujeres con mujeres, y hombres con mujeres; su carga de culpa; del bien y del mal, para así tomar postura dogmática sobre lo que creen “bueno”. Estos valores son, pues, parte de su cultura, de cómo se formaron en la reproducción del mismo sistema.
Que los moralinos tengan su propia concepción cultural de lo que es deseable y lo que no, es perfectamente normal. Lo que es inadmisible -y que por el bien de nuestra propia comunidad no debemos permitir- es que utilicen sus espacios hegemónicos de poder para imponer su escala de valores y su concepción del mundo, y este es un asunto público, de política, porque impacta directamente en las relaciones de poder que se dan en una sociedad.
Traigo esto a colación por lo siguiente: originalmente pensaba escribir sobre la decisión del Ayuntamiento de Aguascalientes de sancionar a un bar porque dentro -a puerta cerrada- se llevaba a cabo una fiesta entre hombres adultos que acudían de manera voluntaria, fiesta en la que el código de vestimenta era estar en calzones, y cuya sanción se debió a que atentaba contra “las buenas costumbres”. Sí, como si fuésemos decimonónicos. Pero me parece que, aunque el caso particular es meritorio, obedece a una ola retrógrada que abarca no sólo a la ciudad de Aguascalientes. Veo las “propuestas” del candidato del PRI a la CDMX, Mikel Arriola, para impedir los avances jurídicos en derechos humanos, porque “la Ciudad de México será la ciudad de la familia y los valores”; veo lo sucedido en una cafetería de Tepoztlán, Morelos, en la que la autoridad civil es cómplice de un acto de discriminación por homofobia; y veo -por último, en esta semana- la chabacana pero peligrosa propuesta del candidato puntero a la presidencia de la república, que pretende imponer una “Constitución Moral”, cargada del rancio tufo judeocristiano. Eso y que nos gobierne “La Señora Católica” de los memes es la misma maldita cosa.
Las creencias confesionales deben tener asegurado un espacio para su existencia, pero un espacio estrictamente circunscrito a la libertad de consciencia individual, en el reducto de ámbito privado. Legislar, administrar, o juzgar bajo premisas de credo es un suicidio social que no nos podemos permitir.
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