El sueño mexicano
“Publiqué un anuncio en Segunda Mano para alquilar mi departamento en Coyoacán”, me comentó una amiga la semana pasada. “Si atiendes a los interesados y cierras el contrato, quédate con el dinero del depósito”. Acepté sin titubear. Cuando era estudiante, de vez en cuando vendía chucherías a familiares y amigos para obtener un ingreso extra. Tenía don de convencimiento y quise ponerlo a prueba de nuevo. Pero la verdad no disponía de mucho tiempo libre. Imitando a Carolyn, una agente de bienes raíces de la cinta Belleza americana, dije para mis adentros: “¡Hoy mismo voy a rentar esa casa!”. Había recibido cuatro llamadas telefónicas. Pero sólo cité a dos prospectos que cumplían con los requisitos indispensables.
El primero estaba conformado por un grupo de tres venezolanas curvy. En sus propias palabras, habían huido del gobierno de Nicolás Maduro. La inflación de precios, la carestía de alimentos y de productos básicos, sumadas a la creciente violencia, las habían forzado a exiliarse. Gracias a nuestra política de puertas abiertas, desde hace dos años ellas vivían el “sueño mexicano”. Tras haber quemado las naves, hacían su agosto en la industria de la belleza, donde las venezolanas son reconocidas expertas. No en balde han sido coronadas en siete ocasiones como “Miss Universo”. Oyendo su testimonio pensé en que, a fuerza de compararnos con los Estados Unidos o con Europa, hemos perdido de vista las bondades de nuestro país. Agobiados por el día a día, miramos un páramo deprimente donde otros contemplan un terreno fértil.
El segundo prospecto era un estudiante de cine que rondaba los treinta años, trabajaba en los Estudios Churubusco y soñaba con ser un productor independiente. Se llamaba Osvaldo. Mientras exploraba el departamento, hablamos sobre un tema apasionante: el cine mexicano. Me hizo un recuento de los directores que admiraba (Jorge Fons, Arturo Ripstein, Jaime Humberto Hermosillo). Pero yo, que he fracasado como groupie, preferí mencionar mis películas favoritas (Los Caifanes, El apando, Las hijas de Abril). Desde el primer momento, advertí en Osvaldo una gran sensibilidad e inteligencia, no sólo en materia de cine. Examinaba el departamento con ojo arquitectónico, detectando virtudes y defectos en la construcción y en el diseño imperceptibles para mí. Se expresaba con un tacto exquisito y con sentido del humor. De cuando en cuando, esbozaba una sonrisa aterciopelada.
¿A quién debía elegir? Los dos prospectos estaban en igualdad de condiciones: tenían solvencia económica, presentaron la documentación completa y querían ocupar el departamento ipso facto. Pude haber despachado el asunto esa misma tarde, pero debía consultar mi decisión con la almohada. En el mundo de los negocios, los sentimientos encontrados pueden meterte en camisa de once varas. Yo tengo corazón de alcachofa… Mientras deliberaba, me percaté de que tanto Osvaldo como las venezolanas habían tenido una relación complicada con sus caseros anteriores. No lo hicieron explícito, pero lo inferí de esas preguntas inconfundibles que se hacen para medir el agua a los chayotes. En resumen, querían saber cuáles eran sus libertades como inquilinos. Lejos de sentir desconfianza me solidaricé con ellos. He sufrido en carne propia los excesos de los caseros cuando se transforman en fanáticos de la moral y del orden.
La ventana indiscreta
En la licenciatura renté una habitación amueblada en un departamento de estudiantes. Mi casera, una cuarentona llamada Zenaida, se dedicaba al hogar y vivía justo en frente. Compartíamos el departamento cuatro jóvenes de diferentes carreras, pero con un común denominador: éramos mayores de edad y trabajábamos media jornada. Sin embargo, Zenaida nos vigilaba estrechamente desde su ventana indiscreta, persiguiendo las posibles “faltas a la moral” en una actitud francamente paranoica. En su lugar, yo más bien habría sentido recelos hacia las personas con una vida sexual insatisfactoria. De cualquier modo, no entraba con hombres al departamento y las demás también acataban esa regla. Pero Zenaida tenía un temperamento neurótico, rayando en lo explosivo, del que pronto nos dio una muestra desagradable.
En una ocasión, Minerva -mi roomie o compañera de cuarto- tuvo su primera cita romántica con un alumno de Ciencias. Llegaron juntos por la noche y se estaban despidiendo de manita sudada en la banqueta, cuando Zenaida apareció a sus espaldas y preguntó a quemarropa: “Minerva, ¿tus padres ya saben que estás echando novio? Fíjate bien en qué pasos andas, porque en un descuido acabas preñada”, pronosticó en un tono reprobatorio. Humillada hasta el tuétano, Minerva pasó de la estupefacción al enojo y se armó de palabras. ¿Con qué derecho le reclamaba? ¿Por qué se adjudicaba el papel de Madre Superiora? El conato de noviazgo fracasó esa misma noche: una simple salida al cine se había convertido en un vergonzoso talk-show callejero. Minerva rescindió su contrato de arrendamiento al día siguiente y nosotras seguimos su ejemplo en señal de protesta. A mitad del ciclo escolar, Zenaida se había quedado sin inquilinas. Otro día, camino a la universidad, divisé en la ventana de nuestro antiguo departamento el siguiente anuncio, donde sobresalía una palabra escrita en mayúsculas y en negritas: “Se rentan habitaciones para DAMAS”.
Durmiendo con el enemigo
Pero quien me hizo ver mi suerte fue Encarnación, una casera 25 años mayor que yo. Nos habíamos conocido en una empresa educativa donde evaluábamos exámenes. Por las tardes yo estudiaba un diplomado en el norte de la ciudad y recorría distancias de hasta cuatro horas entre la ida y el regreso. “¿No te gustaría vivir conmigo? Tu escuela queda muy cerca de mi domicilio”, me sugirió un día Encarnación. “Yo sólo te cobraría una renta módica”, añadió en seguida. La propuesta me cayó como anillo al dedo y no puse ningún reparo. Pese a nuestra diferencia de edades habíamos hecho buenas amigas, pues ella se distinguía por ser alegre y dicharachera como ninguna. Una semana después, me instalé en su vieja casa dúplex color salmón, con un plácido jardín en la parte frontal.
En aquella época no estaba consciente de que muchas personas usan máscaras para desenvolverse en sociedad. Éste era el caso de Encarnación. En público tenía una personalidad encantadora, pero tras bambalinas se convertía en una maníaco-depresiva. Aún no superaba la muerte de su madre, a quien había consagrado quince años de su existencia. Ese trauma se manifestaba en un Trastorno Obsesivo Compulsivo (TOC) por el orden y la limpieza. Encarnación clasificaba los utensilios de cocina no sólo por funciones, sino por colores y tamaños. Acomodaba los empaques y las latas de la despensa como en el juego del Tetris, según su forma geométrica. Alineaba las prendas húmedas en el tendedero, con la mayor simetría posible. Había transformado la casa entera en un cubo de Rubik, donde todos los elementos estaban perfectamente ensamblados. Para conseguir tal proeza, cumplía religiosamente con un exhaustivo programa de actividades propio de Cenicienta: lunes, lavar y planchar; martes, barrer y aspirar; miércoles, pulir y encerar… No tenía pareja ni muchas amistades. Sólo Gudelia, su sirvienta, le hacía compañía dos veces por semana.
Nuestra convivencia se tornó en un dolor de cabeza al poco tiempo. Yo no habitaba en medio de la mugre ni del caos total, como las personas con el “Síndrome de Diógenes”. Pero tampoco llevaba una estricta rutina doméstica, porque era “pata de perro” o “culo de mal asiento”. Rara vez me confinaba entre cuatro paredes. Después del trabajo o de la universidad, salía con mi novio, hacía ejercicio al aire libre o iba de compras. De regreso a casa dedicaba un rato a las faenas domésticas, pero en días y en horarios distintos a los de Encarnación. Mientras ella lavaba siempre los lunes por la mañana, yo lo hacía cualquier otro día por las tardes o noches. Presa de una ansiedad patológica, trató de imponerme su agenda de limpieza. En su fuero interno se había propuesto reproducir en nosotras dos el vínculo madre-hija que tanto echaba de menos. Para retenerme en casa necesitaba modificar mis hábitos por las buenas… o por las malas. Un día se me pegaron las sábanas y salí corriendo sin haber lavado mis trastes del desayuno. Unas horas más tarde los hallé estrellados contra el piso. Notando mi perplejidad, Encarnación aclaró en un tono sarcástico: “Lo siento. Fue un accidente”.
Yo, simplemente, quería defender las libertades que había conquistado. A mis 27 años todavía no desarrollaba un estrecho apego por el hogar. Vivía según la filosofía del carpe diem y era feliz en el terreno de lo imprevisible. Madre ya tenía y no estaba dispuesta a pagar por una postiza. Asfixiada por la atmósfera opresiva de la casa, sólo llegaba a dormir. Al notar este distanciamiento deliberado, Encarnación se resintió mucho conmigo. Sus rasgos cobraron un aspecto aún más sombrío. Sólo entonces reconocí el enorme parecido que tenía con Annie Wilkes, de la película Misery, una psicópata regordeta, de melena corta y ojos verdes. Sin decir una palabra puse en marcha los preparativos de mi mudanza. A finales del mes aduje una serie de pretextos, di las gracias y me marché de un día para otro.
El perfume del amor
Experiencias así demuestran que puede haber reglas no escritas en los contratos de arrendamiento. Pero algunos caseros, plan con maña, no las hacen explícitas desde el principio. Quieren adjudicarse derechos sobre la vida privada de los inquilinos y tratarlos como menores de edad. Algunos incluso se enamoran de ellos y aspiran a ser correspondidos: por ejemplo, la viuda Charlotte Haze en la novela Lolita. Jugando a ser casera por un día, yo me sentí en los zapatos de ese ridículo personaje de Nabokov. La imagen de Osvaldo se había quedado impregnada en mi mente con la intensidad de una fragancia exquisita. Para librarme de tales ensoñaciones, decidí cerrar el trato con las venezolanas. Pues mi corazón no está en renta: es una casa tomada.