El cuerpo envuelto, en periódico envuelto,
alcohol y lluvia, soledad y sol.
Calles, patios sucios, antenas, perros,
bruma de las siete, en un día gris,
es un día gris.
Soledad y sol. Real de Catorce
Muchas veces ha cundido la noción de que somos una especie sobrevalorada. Especialmente cuando en nuestro entramado social se fermentan valores negativos, tanto del capitalismo occidental como de la subcultura narca, que descomponen en buena medida nuestra forma de relacionarnos, o de valuar los estándares de la trascendencia en nuestros colectivos. Estos valores negativos, descompuestos por putrefacción sistémica, están asociados a las ideas de posesión, éxito, ascensión, estatus, ostento, falocentrismo, poderío, etcétera, y se contraponen directamente con el valor esencial de la vida comunitaria; es decir, privilegian el “o tú o yo” sobre el “tú y yo”, sin darnos cuenta de que eso abona a nuestra propia descomposición.
Me permito utilizar un ejemplo fúnebre para explicar el párrafo anterior. Que un muchachito esté en situación de abandono y vulnerabilidad social, sin estudios, en contexto de pobreza y precariedad, y sumido en entornos violentos en los que el poderío es símbolo de status, es algo penosamente cotidiano. Que la apología del delito, los valores pútridos de la subcultura narca, el abrazo a los excesos, el ostento, y el regodeo ególatra de las redes sociales, le signifiquen a este (o cualquier) muchachito una posibilidad de ascender en el estatus, tampoco es algo inusual. Actualmente ser alguien popular en las redes sociales únicamente demanda tener conexión a internet, un aparato para grabar o transmitir mensajes audiovisuales, y poseer una estupidez de carácter que sea novedosa. De ahí en más, el trabajo de encumbrar imbéciles lo hacemos todos, popularizando la estulticia y volviéndola algo atractivo en el mundo virtual, ya sea burlándonos de ella o -secretamente- anhelándola. No somos conscientes de nuestra propia descomposición, y es necesario que existan ejemplos atroces, como el de un muchachito vulnerado por las fallas sistémicas, por el fracaso educativo y económico, termina con 18 tiros en un bar, para que tengamos la posibilidad de detenernos y reflexionar sobre a dónde vamos con respecto a esa mezcla descompuesta de valores capitalistas y de narco glamour.
Juan Luis Lagunas era un niño de 17 años, vulnerado por las fallas del Estado, que encontró en el océano de estupidez de las redes sociales una manera de autoafirmación y ascensión en el estatus. Su gracia consistía en subir videos en los que se embriagaba mucho y decía sandeces, y la gente se lo festejaba en abundancia. Se hacía llamar “El Pirata de Culiacán”, oriundo de una sindicatura pobre en Navolato, Sinaloa, creció a la sombra y cobijo de la subcultura del glamour narco, de las “buchonas”, de los “jefes”; esa subcultura pútrida que celebra el falocentrismo en quién tiene la pistola más grande, a quién le escriben el mejor corrido, o quién puede ostentar más su poderío. Depauperado, sin estudios, en situación de abandono, refugiado en las adicciones, y enaltecido por imbéciles más privilegiados que él, Juan Luis fue una caricatura bufonesca del glamour narco que -incluso- se alquilaba como “animador” de fiestas en las que él mismo enaltecía a los capos de su demarcación, y denostaba a los narcos de otras afiliaciones; hasta que tuvo el mal tino de ir a Jalisco, donde -en el sub mundo narco- los de Sinaloa no son bien vistos, y terminó con el cráneo abierto a balazos en el rincón de un bar cualquiera.
Tan llamativa fue la forma de su ascenso y de su caída, como de las reacciones populares ante su deceso. En esas reacciones hubo de todo, desde la criminalización de la víctima, hasta las de apología hacia el caído. No nos damos cuenta que en este periplo épico del Pirata de Culiacán se encuentra un retrato completo de la forma de relacionarnos en varias partes del país; una forma que se nutre de lo peor del capitalismo y su idea del éxito basada en la posesión y el ostento; que se alimenta de las fallas cívicas, económicas, y educativas del estado; que germina gracias a la idea de que el crimen da glamour y estatus; una forma de relacionarnos en la que -por acción, omisión, o desdén- estamos fomentando, y que golpea de lleno en la formación de la generación que nos sucede. Una catástrofe por donde se vea.
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