Siempre he estimado a mis vecinos. Los primeros que tuve -o recuerdo- eran una escuela para niños japoneses, un patio habitado por un perro negro bonachón y un enorme terreno baldío. La mayoría de las casas de la manzana eran de un piso; las azoteas eran nuestro territorio. Nuestra casa se ensanchaba al subir las escaleras, íbamos de una esquina a la otra, de una calle a la otra, y podíamos observarlo todo desde arriba. Nunca hubo problemas, nadie nos gritó desde abajo o nos acusó con nuestros padres de recorrer sin empacho sus techos. Arriba era un espacio neutro, no le pertenecía más que a los niños y a alguno que otro perro.
Mis vecinos japoneses eran sumamente silenciosos. Mi convivencia con ellos no pasaba de un par de saludos, por la mañana cuando llegaban y yo me iba, y al mediodía cuando invertíamos los papeles. Por las tardes, los adultos que permanecían ahí -nunca supe exactamente qué hacían- me dejaban bajar como bombero por un asta -todos los días izaban la bandera de México y la de Japón- para recoger las pelotas y avioncitos de papel que se volaban ahí.
Las mudanzas provocaron nuevas vecindades. Estaba la señora de al lado que nunca nos quiso, pero que nunca tuvo problemas con nosotros -le caíamos mal o simplemente era poco sociable-. Mi amiga de la infancia vivía al cruzar la calle y un grito desde su ventana me alcanzaba. A dos casas vivía un muchacho de mi edad. Nunca habíamos cruzado palabra, hasta que nos encontramos en la playa. Nos saludamos con verdadero gusto y compartimos rondas de cerveza, nos hermanaba el hecho de compartir el código postal. No llegamos a ser amigos, pero cuando falleció, apenas un año después de haber brindado, la noticia realmente me entristeció.
Y viví en Guadalajara y mis vecinos, estudiantes como yo, saludaron siempre. Subían el volumen de los estéreos por la noche, y para evitar acusaciones, fricciones y pleitos, nos invitaban a todos a compartir el ruido y las caguamas. Después, en la Ciudad de México, el problema más grave fue el golpeteo de la niña de arriba que se ponía los tacones de la mamá y corría por el pasillo, nunca más de veinte minutos; nunca a deshoras; nunca por molestar. Éramos cuarenta los departamentos que compartíamos escaleras y elevadores, corredores y contenedores de basura. Si bien el grado máximo de amabilidad era un “hola” que salía casi a fuerzas, la convivencia se mantuvo en niveles aceptables de cordialidad.
De regreso acá. A los dos días de haber llegado a una nueva casa ya conocía el salón de TV y la colección de cascos de la NFL de la pareja de enfrente. También habíamos intercambiado números de teléfono, y nos habíamos hecho la promesa de cuidar la casa de los otros cuando alguien saliera de la ciudad. Otro cambio de casa, y un día mi auto amanece golpeado. Horas después, el señor de dos casas hacia allá toca a la puerta y confiesa. Salió de prisa, chocó mi carro por descuido, tenía que resolver algo urgente, pero no podía dejar las cosas así. Me buscó, habló a su seguro, y se encargó de dejar mi carro como nuevo.
Ahora. Al lado se han instalado los nuevos. Y la cosa no va bien. La primera semana estacionaron un camión con una pantalla gigante encendida que iluminaba violentamente todo. Siguen estacionándolo, enorme, estorboso, por todos lados. La segunda semana ya subían las llantas de sus autos a la banqueta bloqueando el paso a los peatones. Y “apartan” su lugar en la calle con conos de plástico. Hoy empezaron a meterse en sentido contrario -su lote es el segundo a partir de una esquina, supongo que les da flojera dar la vuelta a la manzana para llegar correctamente-. Tienen tantos vehículos que invariablemente invaden la salida de nuestra cochera.
Tuve suerte. Sé de personas cuyos vecinos de toda la vida son insoportables, violentos, ruidosos, groseros. Sé de gente que raya los carros que se estacionan en “su” lugar de la calle. Hay quienes destruyen las jardineras del de al lado, están también los que tiran cosas desde su patio. Los que gritan, los que se pelean, los que se lían a golpes, los que chocan y escapan, los que pintarrajean. Quizá mi cuota de civilización se agotó, quizá tendré que comenzar a odiar a mis vecinos.