En 1951 el filósofo Martin Heidegger en su discurso “Construir, habitar, pensar”1 abordaba las diferencias sutiles que existen entre lugar y espacio, las cuales parten de la relación y las cargas simbólicas que los seres humanos imponemos a dichos lugares. Utilizando la alegoría de un puente, desarrolla el concepto de “habitar”, refiriéndolo al significado que los habitantes de un poblado le otorgan a un puente cuando este les permite transitar y conectar dos lugares (las dos orillas de un río). Así, explica Heidegger, al espacio se le confiere un significado sólo en la medida en que es “habitado” y utilizado, cuando cumple la función para la que fue construido.
Cuando hablamos de ciudad no referimos a ese conjunto más o menos denso de edificios y espacios abiertos que de alguna manera permiten o no que la vida cotidiana de las personas se realice; pero ¿es acaso la ciudad en sí misma la que inhibe o permite la realización de la vida cotidiana? O simplemente la serie de simbolismos y significados dotados al espacio y lugares a lo largo de la historia de la humanidad han permitido o restringido su uso y apropiación en por parte de todos los individuos.
En los años 70 el sociólogo Pierre Bourdieu proponía una lectura de las formas en cómo nos interrelacionamos los seres humanos detonando una teoría que años más tarde explicaría al espacio como uno de los componentes mediante los cuales se puede observar el ejercicio del poder. El autor explica que la ocupación de cierto espacio en la ciudad permite obtener una serie de “beneficios de ganancias de localización, de posición o de rango y ganancias de ocupación”2.
Las ganancias de localización, según lo propuesto por Bourdieu, son aquellas asociadas a la cercanía de escuelas, hospitales, centros culturales; las ganancias de posición o de rango son ganancias simbólicas que se obtienen al vivir en lugares con un prestigio de distinción, lugares que se consideran con mejor reputación en referencia a otro espacio, y las ganancias de ocupación son aquellas relacionadas con el tamaño o volumen del espacio que se adquiere (relacionadas al tamaño del espacio). Si bien en las ganancias de localización y ocupación impactan de forma más directa en la calidad de vida de los habitantes de un barrio y en la realización de sus planes de vida, las ganancias de posición o de rango son beneficios que se obtienen a través de la construcción social del habitar.
En lo cotidiano, en el lenguaje intercambiado entre los integrantes de una sociedad se reconoce que existen lugares más aptos o menos aptos para vivir, transitar, visitar y disfrutar, espacios asociados o no a la belleza, a la calidad, a la distinción, a la diferenciación entre unos y otros, simbolismo que son apropiados y reproducidos y que pareciera que al ser habitados, utilizados y disfrutados invariablemente le otorgan estas características al ser humano que los habita.
De ahí que desde las ciencias sociales se hable también de segregación simbólica3, de esa separación y unión entre individuos de acuerdo con su nivel de ingreso, sus tradiciones, color de la piel, origen étnico, etc. Así pudiera parecer que el lugar que habitamos, el espacio que transitamos nos otorga el “poder” de ascender socialmente, el poder intercambiar gestos, palabras y relaciones con otros individuos a los que consideramos por “arriba o por abajo” o igual a nosotros.
Esta segregación simbólica nos atañe a todos, a todos aquellos individuos residentes de una ciudad, cualquiera que esta sea. Si el espacio por sí mismo carece de todo significado y el ser humano le confiere las connotaciones que requiere para hacer uso y apropiación de él, cabría preguntarse si las ciudades segregadas y desiguales en las que habitamos en la actualidad son producto también de la voluntad humana4, producto de procesos sociales donde que pugna por la autoclasificación y la clasificación del “otro”.
En cada una de las ciudades existe dicha clasificación o división social del espacio como lo denomina Martha Schteingart5; ejemplo de ello sería la ciudad de Guadalajara donde sigue permaneciendo en el imaginario colectivo la división social del espacio instaurada en la época de la colonia, donde la Calzada Independencia fungió como el eje que dividida “entre ricos y pobres” a la ciudad, un borde en términos de Kevin Lynch6 que aun en la actualidad refiere a lo deseable o no deseable para transitar y residir.
Transitar hacia la ciudad deseada, hacia la ciudad utópica donde todos quisiéramos residir requiere más que la creación e implementación de nuevas políticas públicas en cada uno de los rubros que impactan en el ejercicio de “hacer ciudad” (económico, político, cultural, social); requiere de una verdadera apropiación del ejercicio ciudadano, y quizá comprender que nuestras ciudades actuales son producto también de nuestras prácticas culturales, de nuestras prácticas de consumo y de las formas en como histórica, cultural y socialmente hemos aprendido a interrelacionarnos.
- Heidegger, M. (1951). Facultad de Arquitectura, Universidad de Uruguay. Recuperado el 21 de enero de 2015, de https://goo.gl/qLeyu4
- Bourdieu, P. (1999). Site Effects. En P. c. Bourdieu, The weight of the world: social suffering in contemporary society (págs. 123-129). Stanford, California: Stanford University Press.
- Gonzalez Loyde, R. (15 de Noviembre de 2015). Segregación, discurso y ficción. Obtenido de Ssociólogos. Blog de Sociología y Actualidad: https://goo.gl/9z65bE
- Panfichi H., A. (1996). Del vecindario a las redes sociales: cambio de perspectiva en la sociología urbana. Debates en Sociología(20-21), 35-48.
- Schteingart, M. (2001). La división social del espacio en las ciudades. Perfiles Latinoamericanos, 9(19), 13-31.
- Lynch, K. (2000). La imagen de la ciudad. Barcelona: Gustavo Gili.