Es claro que, en el caso del hombre, incluso si la herencia determinara por entero –que no lo hace– las diferencias en inteligencia, aptitudes y temperamento, el papel del ambiente sería todavía capital. Cada uno tendría sus dotes y peculiaridades emotivas heredadas. Pero su personalidad y su vida no estriba principalmente en ellas, sino en lo que con ellas se hace.
– Mariano Yela
Las herencias suelen ser punto de conflicto entre las familias. No faltará quien encuentre la oportunidad de apropiarse de lo que considera es suyo sin serlo: la casa, el auto, la cuenta de banco, todos bienes materiales o económicos. Todos los bienes pasajeros.
Crecí entre libros. Jugué en la biblioteca de mi padre. Sus libros me sirvieron para hacer torres de edificios donde mis muñecas se escondían. Su estudio era para mi el lugar de más calma en casa, el lugar perfecto para hacer las tareas, y cuando ellas me cansaban, con solo abrir una puerta salía al balcón desde donde contemplaba mi calle. Los fines de semana por la tarde, después de las cinco, como si fuera un lector inglés, mi padre se sentaba en la sala de la casa, junto a él una taza de café. Yo jugaba en las calles con mis vecinas, y cuando la necesidad me apremiaba entraba a la casa para ver en mis trayectos a mi padre sentado, de quien solo veía mover la mano para tomar su café, el marcatextos o darle vuelta a la página. Me gustaba verlo en la tranquilidad de la sala, de su espacio de la casa, absorto en su lectura sin nada más en su vida que un libro en sus manos.
Mi padre nunca me obligó a leer un libro, ni en mi niñez ni en mi adolescencia. Jamás me dijo de la importancia de la lectura. Fue hasta tercero de secundaria que por curiosidad hurgué en su biblioteca y encontré Un mundo feliz, de Aldous Huxley, el cual, sinceramente no entendí. Después llegaron otros, El hombre invisible, de H. G. Wells, y El túnel, de Ernesto Sábato, para de ahí comenzar a recorrerlos. Y es que la biblioteca de mi padre era extensa, al menos para mi lo era. De niña me sorprendía que sólo mi casa -y no las de mis amigas- tuvieran tantos libros, la cual más de una vez fue centro enciclopédico para las tareas de los vecinos.
La vida nos mudó. Entre cambio y cambio los libros soportaban cada mudanza. Cajas y cajas en cada viaje. Por un tiempo no las vi. Las casas eran tan pequeñas que no había espacio, y los libros quedaron guardados por mucho tiempo, y entonces no había más cajas por hurgar, y mi biblioteca escolar fue soporte durante ese tiempo. Años después, cuando mi padre tuvo de nuevo su casa, lo primero que mandó hacer fueron sus libreros. Retomó de manera constante su lectura, y rescató y releyó libros que años atrás ya había leído. Y entonces los sábados regresaron, y la mesa del comedor fue su nuevo espacio, leyendo siempre con un marcatextos y su taza de café.
Para su nueva casa mi padre mandó hacer nuevamente sus libreros. Y entre bastón y bastón, reacomodó sus libros. Entre ellos están algunos míos, pero que ahora dudo en tomarlos pues están en su nueva clasificación. Mi padre ahora dispone más tiempo para sus lecturas, y se da el gusto de leer y se absorbe en la lectura hasta que lo cansa el sueño.
Sé que de mi padre he heredado mucho de lo que soy. En alguna introspección personal descubrí que mis decisiones profesionales se han basado mucho en su herencia. Esa herencia que no tiene números y que no se toca, que no es objeto ni monumento. Que no se cuantifica ni hay que agregar ceros. A veces, me descubro que soy malagradecida, pues dejo amplios espacios sin lecturas que no sean aquellas me apremian por mi profesión, que también es mi pasión, pero que requieren de otro trato.
Este fin de semana y en un momento de paz, reconocí que me hace falta un librero, colgar mis cuadros, organizar y dar vida a mi biblioteca. Mi pequeña biblioteca. Que hay libros que me piden con mayúsculas que ya los lea. Recordé que en mis momentos de paz leo lo que no me urge leer. Y es que agradezco que lo que busco o llega, que me gusta y me es útil, aunque no siempre lo hago sin la presión de leerlos. Han sido varios años de cambios, ajustes y movimientos en los que añoro estar todo el día con un libro que me acompañé, pero ya me acuerdo del reporte, del informe, de la clase, de todos los deberes que me inundan. Y entonces se vuelve un cuenta gotas, pero como la herencia no determina la personalidad ni la vida*, sino lo que hacemos con ella, caigo en la conciencia del placer de apropiarse de ella, porque ésta no está dada ni determinada, ni cedida ni a concesión.
Los estudiosos de la psicología infantil afirman que para que el niño adopte un modelo de vida debe estar expuesto, pues necesita observar, asimilar y aplicar aquello que ve, pero en un proceso que lleva tiempo. A mi, me tomó años reconocer el modelo de mi padre. Finalmente, los libros, como los periódicos nunca han faltado en su casa. Dentro de la humildad de sus intereses y también de sus alcances generó desde mi niñez un ejemplo para mi sin buscar que lo replicara: en cada sábado por la tarde y en cada tarde de lectura fue el ambiente que compartió conmigo y que hoy comparte; cada que puedo visitarlo, mi padre sigue acumulando su herencia, esta herencia que no es pasajera, y me recuerda que la lectura es el espacio de paz al que muchas veces mis obligaciones me desvían. Aún con ello me gusta disfrutar la paz de los otros. Ver a la gente leer, absortos y ensimismados, en donde no escucho más que el sonido del marcatextos o el lápiz sobre la hoja, o me distrae alguna risa desbordada e incontenida que me reafirma que hay alguien ahí.
Fuente: * Yela, Mariano. “Ambiente, herencia y conducta” en http://www.psicothema.com/pdf/658.pdf.