Hoy en mi ventana brilla el sol,
y el corazón se pone triste contemplando la ciudad
porque te vas…
Por qué te vas – José Luis Perales
De acuerdo a las corrientes clásicas de la Teoría General del Estado, se entiende como un Estado Nacional al conglomerado que amalgama a una población asentada en un territorio definido, regida por una autoridad gubernativa estable, al amparo de un marco legal unitario y general, con capacidad de poder soberano, poseedora de un patrimonio y herencia cultural en común, y en avance hacia un mismo proyecto de futuro. En este sentido, cualquier pueblo que cumpla esas características podría hacer de sí mismo un Estado Nación.
Si partimos de lo anterior, podremos tomar cualquier conglomerado más o menos similar para hacer un ejercicio. Pongamos, por ejemplo, a Yucatán. Yucatán es un territorio, tiene una población que posee gobierno y leyes soberanas (su constitución local –se entiende- es libre y soberana, y se adhiere al ficticio “pacto federal” como las demás entidades luego de los procesos de construcción nacional del siglo XIX), su pueblo posee una herencia cultural común (en toda su riqueza de lenguaje, gastronomía, usos, costumbres, etc., que lo distinguen étnicamente de casi cualquier territorio mexicano), además de poseer un proyecto de futuro común. Sin embargo, esta actual entidad de nuestra república no siempre fue una entidad adherida a la federación. De hecho, desde el momento mismo de la emancipación de la corona española, Yucatán reclamó para sí su propia independencia como la Capitanía General de Yucatán. Hacia 1823, los yucatecos deciden adherirse al Estado Mexicano, del que se separan y reintegran un par de veces más en 1841 y en 1848. Así pues, hay antecedentes justificados para que Yucatán pudiese ser un Estado Nación independiente de la República Mexicana.
Ahora bien, imaginemos una hipótesis. Los yucatecos quieren independizarse otra vez. Para ello, apelan a las pulsiones patrioteras y nacionalistas de su entorno cultural (que las tienen, muy valiosas y a montones), apelan a la disfuncionalidad del sistema político mexicano, apelan también a los resabios de supremacía etno-racial que pudiese haber, arengan a sus ciudadanos para comenzar una gran consulta yucateca por la emancipación de México. Realizan (en nuestra hipótesis imaginaria) un plebiscito que no está avalado ni por la Secretaría de Gobernación (responsable de la política interior), ni por el Instituto Nacional Electoral (responsable de todos los mecanismos de elección que impacten al país), ni por la Conferencia Nacional de Gobernadores (colegio que agrupa a los ejecutivos de las entidades en nuestro pacto federal), ni por el Poder Legislativo en ninguna de sus dos cámaras: la de Senadores (representantes del Territorio Nacional), y la de Diputados (representantes de la Población). Vamos, que realizan su consulta para legitimar el separatismo mediante instrumentos no reconocidos por el Estado Mexicano. ¿Qué debería hacer la autoridad federal ante esto? Las opciones son muchas, pero en ninguna está la posibilidad de aventarles a la policía federal o a la gendarmería a echarles macanazos para impedir la realización de su consulta.
España, no sólo con Cataluña, sino también con el pueblo vasco, tiene una larga herencia de tendencias separatistas. Si recordamos, la erección del Estado Nacional español se dio de manera lenta y tortuosa desde el siglo XV con la unificación de los reinos de Aragón y Castilla, y la posterior guerra de reconquista contra la musulmanía ibérica, con una unidad nacional que ha sobrevivido incluso al franquismo. Sin embargo, igual que el Brexit, o (acaso de manera más o menos similar) la elección de Trump, parece que es tendencia global para algunos sectores de algunos pueblos el agruparse ideológicamente en torno a los separatismos raciales, étnicos, nacionalistas, o de cualquier índole que implique evitar los integrismos, la pluralidad, y la diversa mixtura de las sociedades globales.
El dilema no es menor: atestiguamos los efectos convulsos del conflicto que subyace entre aceptarnos en la pluralidad global e integrarnos a ella, contra el natural impulso conservador de preservar lo que nos da identidad cultural y unidad comunitaria. A pesar de ser una falsa dicotomía, puesto que la integración global no necesariamente amenaza la identidad cultural, muchos pueblos con precaria formación ciudadana son incapaces de entenderlo así. Ahora veamos, si estos efectos convulsos remiten sólo a la parte más liberal de occidente (Europa y EU, por ejemplo), ¿cómo se lidiará con éstos efectos en poblaciones y estados nacionales menos propensos al progreso ideológico del modelo occidental? Medio Oriente y el Lejano Oriente (el DAESH y Norcorea como ejemplos, sin abundar en China o Rusia) representan un muro que –de momento- se antoja infranqueable al modo occidental de entender la ciudadanía y la universalidad de derechos humanos y libertades civiles. Igualmente, regiones de nuestro país mantienen “usos y costumbres” reconocidas por el Estado Mexicano, pero que atentan contra la visión demoliberal de occidente. Como fuese, esta democracia liberal occidental debería por comenzar a madurar sus formas de lidiar la otredad, así sea incluso cuando esta otredad implique el huevo de la serpiente para el propio modelo de occidente que, si bien puede no ser el mejor, es quizá lo menos peor que tenemos; así que, bien haríamos en buscar la manera de conservarlo.
Aviso. Debido a una pequeña e inmerecida vacación, estas Memorias de espejos rotos regresan el jueves 17 de octubre. Hasta entonces.
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