Reconstrucción / Bajo presión - LJA Aguascalientes
21/11/2024

Tengo una piedra en la mano, lo que la distingue es mi memoria, no es cualquier otra que hubiera levantado del suelo, es lo que me recuerda y le da un origen, la aprieto en un puño, como un escudo contra el ruido.

No tengo ánimo para hablar, he rechazado todos los mensajes que me cuestionan sobre el terremoto del 19 de septiembre de 2017; no lo hago porque a pesar de seguir las noticias como quien tiene un ser amado en el quirófano, la distancia me lo impide, la vergüenza me lo demanda, temo convertirme en ruido, ser ese familiar que detiene el paso del médico para cuestionarlo sobre cualquier cosa, como si una pregunta inútil tuviera el poder de guiar un bisturí. Como pocas veces me abruma lo determinante que es la frase Mucho ayuda el que no estorba. Me alecciona sobre la conducta propia, la ira que reprimo cuando interrumpen mi pantalla los oportunistas queda bien del dedo fácil, quienes personalizan los mensajes de auxilio, los que sin pena alguna replican información sin confirmar y enseguida sermonean al resto del mundo por hacer lo mismo que ellos.

La rebambaramba continua que se regocija al explicar los fenómenos que contraviene: las mil y una explicaciones impertinentes, emocionadas, que lejos del lugar de los hechos describen lo que significa en zona de desastre el puño levantado de un rescatista, por ejemplo. Cada vez que me abraza el impulso de participar públicamente de este “nuevo” despertar de la sociedad civil, me suelto al recordar la revulsión que me provoca quien es incapaz de callarse sobre sus acciones y alardea de sus gestos… Y aquí estoy escribiendo esto, un desahogo personalísimo resultado de la exposición a las noticias sobre lo que ocurre en el país que amo y disgusta en la misma medida. Me disculpo de antemano.

Dios mío, dios mío, ¿cuándo se va a acabar esto? Escuché la angustia de una mujer frente al micrófono, para que le siguieran los comentarios doctos de un panel en el que se analizaban las fases siguientes al desastre Ahora lo urgente es la reconstrucción, pero es importante destacar que México sigue de pie… Eso fue lo mismo que dijo Miguel de la Madrid en el 85: “La tragedia es grande, pero la capital de México no está arrasada; la capital de México, en grandes segmentos, está volviendo a la normalidad y, si bien lamentamos profundamente los daños y las pérdidas de vidas, tenemos que informar que la mayor parte de la Ciudad de México sigue en pie y sus habitantes siguen también, de la misma manera, en pie y afrontando la tragedia con un valor extraordinario”.

Después del terremoto del 19 de septiembre de 1985, la misma administración que, en primera instancia se negara a recibir ayuda del exterior, para después decir que se aprovecharía lo recibido “en la medida de las necesidades”, reconoció el desastre instalando el 4 de octubre la Comisión Nacional de Reconstrucción, organismo que de no haber sido porque dio pie al Sistema Nacional de Protección Civil podría ser calificado de inútil; en un principio esa Comisión constaba de seis comités: 1) Reconstrucción del Área Metropolitana de la Ciudad de México, 2) Comité de Descentralización, 3) Asuntos Financieros, 4) Auxilio Social, 5) Auxilio Internacional, y 6) Prevención de Seguridad Civil; lo encabezaba el presidente De la Madrid, quien aseguró que la reconstrucción tomaría varios años, porque, además, era la oportunidad para “profundizar los cambios estructurales de calidad que demanda la sociedad actual y del mañana”; poco duró la motivación de ese comité, el 8 de agosto de 1987 se expidió el decreto de extinción, ya que los fines para los que fue creada se habían cumplido y el gobierno resolvió que la situación de emergencia había sido superada.

Dios mío, ¿cuándo se va a acabar esto? ¿Cuándo finalizó el terremoto de 1985?, para el gobierno mexicano mucho antes que extinguiera la Comisión Nacional de Reconstrucción, en mayo de 1986, cuando miles gritaron entusiasmados por el inicio del Mundial de futbol, cuando no le quedó otro remedio que reconocer y hacerse a un lado cuando la gente salió de sus vecindades derruidas para descubrirse parte de un barrio, cuando se organizaron para dejar atrás a las autoridades que en ese entonces no sabían más que estorbar y cargar una piedra, mover una losa, hervir agua, preparar comida, cargar con el peso muerto de los fallecidos y colocarlo en un bloque de hielo… Para miles, nunca sabremos cuántos, se acabó cuando murieron apresados por el derrumbe, pero quienes sobrevivieron no comparten una fecha exacta en el calendario, es una fecha personalísima y que siempre está en borrador.

Si tuviera que responder a esa mujer que angustiada pregunta cuándo, le diría que nunca, que cuando uno cree que ya ha quedado atrás, siempre ocurre algo que te indica lo contrario. En mi caso, creí que se había terminado un domingo 16 de febrero, de1986, a las cuatro de la tarde sonó una sirena, tras una larga pausa se escuchó la primera detonación, en unos cuantos minutos, los 12 niveles del Hotel Continental Hilton se convirtieron en escombro; varias cuadrillas trabajaron a lo largo de 24 horas para que, al día siguiente, quedara un lote baldío en esa esquina de Insurgentes y Reforma. Vi ese derrumbe desde la azotea del edificio en que vivía.

Un martes cualquiera de 1990, muchos años después de que me diera clases, platicaba con una de mis maestras de la secundaria, mientras avanzaba la conversación comenzó a preguntarme por uno de mis compañeros de salón, me repitió varias veces nombre y apellidos completos, pero no pude recordarlo, insinué que le fallaba la memoria; ella replicó de inmediato que no, que si se acordaba era porque ese compañero había muerto en el edificio de la Secretaría de Gobernación que se derrumbó en avenida Juárez e Iturbide. Había olvidado ese Conalep porque mi tía, que trabajaba en ese edificio, no fue una de las víctimas. Desde ese martes, cuando me entregaron el nombre de alguien a quien estoy convencido que no conocí, debo cargar con él.

El jueves 1 de junio de 2000. La última batalla de la guerra civil en el Parque del Seguro Social, el partido de beisbol entre Tigres y Diablos, tiempo después derrumbaron ese estadio, nunca más iría con mi padre a ver competir a nuestros equipos, mi nostalgia no tenía nada que ver con el terremoto del 85. Muchos años después, mientras comía en la zona de comida rápida del centro comercial que construyeron en la esquina de Cuauhtémoc y Viaducto, no sé por qué razón pensé en que justo ahí, cuando eso era un diamante rodeado de gradas, reposaron montones de ataúdes donde, a veces, lograron colocar cuerpos completos, llevándolos de los bloques de hielo a las cajas de madera.


Un lunes por la tarde de octubre de 2006. Cumplí, como siempre desde que la abandoné, con el compromiso de visitar el edificio donde viví casi toda mi vida, atardecía cuando llegué a Insurgentes Centro 141, desde ahí fundé mi universo completo, esa cuadra de la colonia San Rafael es mi calle Rimbaud, aún puedo enumerar edificio tras edificio los negocios y viviendas que estuvieron ahí, desde el puesto de periódicos de Don Pepe en la esquina de Sullivan e Insurgentes hasta La Castellana en Antonio Caso; puedo enlistar las instalaciones del periódico El Día y su librería El gallo ilustrado; la peluquería El sol naciente, apretada entre un expendio de dulces y lotería hasta donde llegaba el olor del pan recién horneado, el bodegón que alguna vez fungió como sucursal de El Sótano, por supuesto, La especial de París, la heladería que alguna vez reseñara Salvador Novo y que vende el helado de vainilla más sublime que se pueda comer; la mensajería de Transportes del Norte que colindaban con el Hotel Cónsul, donde aprendí a jugar ajedrez; el Tramonto y el Variety, cabarets que se conectaban por el sótano con una sala de masajes en la planta baja de un hotel… el local donde vendían pozole, quesadillas fritas con y sin queso; la verdulería; la tienda de abarrotes; las suites pequeñísimas donde vivía el señor Pardo, un hombre que en las tardes en que no me requería, paseaba su ceguera en la azotea de su edificio, golpeando el bastón contra las tuberías; el local que conocí como agencia de viajes y cada tantos meses cambiaba de giro comercial; los Caldos Plata, vecino del negocio familiar y de la puerta del edificio donde viví… que ese lunes tenía un enorme candado, debajo de él un altero sucio y desordenado de correspondencia que tenía como destinatario gente que ya no vivía ahí. Pensé que en el enorme montón de basura era posible que hubiera una casta destinada a mí. Levanté la vista, en el balcón del que fue mi departamento la macetera resguardaba sólo hierba y ramas secas; emocionalmente podría regresar a ese universo las veces que quisiera, físicamente ya era imposible, nunca más sería el lugar de donde creo que soy.

¿Cuándo se va a acabar esto?, para mí, ese lunes, cuando me di cuenta de todas las cosas nuevas que invadían mi calle Rimbaud, los negocios que no había visitado, los giros comerciales que desconocía, los estacionamientos a los que nunca entré, los comercios que se habían comido a otros. Me sorprendió la bulla del metrobús, ver que del otro lado de la calle ya nada era tampoco igual. Supe entonces que la bancarrota del negocio familiar se gestó en los edificios que se derrumbaron a nuestro alrededor; esa ausencias que ya no llegaban a tocar la cortina de metal para pedir que se les vendiera un bísquet con natas, las ficheras que en la madrugada mandaban a pedir una torta de milanesa, los burócratas que peleaban porque la comida corrida ya sólo incluía tres guisados en vez de cuatro o la orden de pan que se cobraba aparte…

Sábado 30 de septiembre de 2017. Gracias a googlemaps descubro que el edificio en que viví ya no existe, es un estacionamiento, nunca podré volver ahí, nunca subiré los cuatro pisos que llevaban a la azotea desde donde contemplé el derrumbe del Hotel Continental y, contra todo pronóstico, contra toda previsión científica, yo juré que una de las piedras alcanzó a cruzar hasta donde yo estaba; esa es la piedra que tengo en la mano, lo que la distingue es la memoria que en ella guardo y aprieto en un puño.

Coda. Estoy convencido que el financiamiento público puede ser drásticamente reducido, pero no eliminado, que esos recursos y el control que sobre ellos tenemos como sociedad son una forma de ejercer la ciudadanía; hoy son necesarios para la reconstrucción física de aquellos lugares en las distintas entidades federativas que sufrieron por los sismos de septiembre; creo también, como señala la iniciativa de Nosotrxs (https://goo.gl/a8N3mR ) que la “reconstrucción no es un episodio aislado, no es solo un problema de obras públicas o de viviendas, no es solamente un desafío presupuestario, no es un espacio de publicidad o propaganda, no es un negocio financiero de particulares, no es una tarea fragmentaria y no se limita a salir del paso”, por eso es indispensable crear un fondo único de reconstrucción nacional con reconocimiento público y con la más absoluta transparencia en tiempo real, que coordine todas las tareas. Por eso me uní a esa iniciativa e invito a que otros lo hagan.

 

@aldan

 


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Director editorial de La Jornada Aguascalientes
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