Cuando vas caminando por ahí y te encuentras a una señora llorando afuera de su casa, aunque no te pida ayuda ¿qué haces? Te pasas de largo o decides ayudarla aunque eso implique llegar tarde a donde tenías que ir.
La señora lloraba porque su hija había ido a estacionar el coche y aún no había regresado. Lloraba porque ya había pasado mucho tiempo y nunca se había tardado tanto. Porque nadie más estaba con ella y aunque no podía caminar bien decidió salir a buscarla. Me sorprendió ver y escuchar el sufrimiento de la señora, en verdad me preocupé, al igual ella sentí que ya había pasado mucho tiempo y la hija aún no regresaba. No sabía cómo ayudarla, ni qué decirle, tampoco podía comprobar si era cierto lo que estaba diciendo. Sólo quería que dejara de llorar así.
Me sorprendió la aflicción de la señora, pero me impactó más la gente que pasaba, volteaba con esa inconfundible mirada morbosa y continuaba con su camino (quizá también tenían prisa o probablemente también sufrían por algo). A nadie parecía importarle que a unos metros alguien estuviera sufriendo y llorando así, con esa desesperación que al escuchar te hace sentir impotente y torpe. Después de 10 minutos apareció la hija y el suplicio terminó.
Pero qué sucede, por qué a nadie parece importarle nada, ni nadie. Esta inquietud no surgió sólo porque vi a una señora llorando por su hija, seguido me encuentro con situaciones similares. A nadie le sorprende ver niños vendiendo flores a las tres de la mañana en la calle, ni los indigentes que están en el centro pidiendo dinero o durmiendo bajo los puentes, que la gente se esté suicidando, ni por qué las personas se manifiestan, por qué hay tantos ancianos abandonados…
La indiferencia está en todos lados, en las miradas, en las palabras, en los actos. Está a la vuelta de la esquina, literalmente. Que en las noticias todos se sientan consternados por el asesinato del hijo de un político, por culpa del término que tanto les gusta utilizar: crimen organizado, pero no sientan nada por las miles de muertes de la guerra contra el narcotráfico, o por las familias de las mujeres muertas allá en Ciudad Juárez. Cuando a nadie le importa que el gobierno se refiera a las personas como mercancía para las empresas chinas, que sólo vienen a contaminar, explotar y robar. Yo no me trago ese cuento de que el progreso por fin ha llegado a nuestra ciudad. Cuando se la pasan debatiendo y repudiando el hecho de que alguien le haya arrojado un huevo a un periodista, pero no importa cuando se pisotean los derechos de los trabajadores. A nadie le importa, o al menos parece no importarle.
Y no es que tengamos que vivir afligidos y preocupados por todo lo que sucede en el mundo, o tratando de resolver la vida de los demás. No, me refiero a empezar de a poco. La cantidad no está peleada con la intención. La indiferencia sólo nos dice qué tan profundo es el hoyo, pero dentro de él.
Es cierto, quizá con dar dos pesos no cambias el mundo, pero algo cambia, no sé bien qué, o el mundo de quién, si el nuestro, el de quien ayudas, el de quien lo ve o el de todos. Sólo sé que algo cambia y creo que de eso se trata. De cambiar, de hacer algo diferente.
Pero ahora la gente no tiene tiempo (ojalá alguien me explicara qué es el tiempo) de nada. Ni siquiera de sentir.
Tenemos tecnología, avances científicos, médicos, industriales, logros civiles y enseguida viene la deshumanización, la cual siempre ha sido parte del hombre, basta con echar un vistazo en la historia; ha estado en todas las épocas, en todos los países, en todas las razas. No hace falta viajar a Somalia para comprobarlo. El vacío, la escasez de valores, la crisis existencial, insisto, la indiferencia, está en cualquier lugar, en nuestra misma ciudad. Con caminar media hora se puede ver.
A veces creo que la indiferencia es un efecto de la edad, un modo de defensa, pero también es una enfermedad, no tiene un color, olor, ni síntomas, y sí se contagia. Una epidemia que ha durado siglos y parece no molestarle a nadie.
Hemos avanzado en casi todos los ámbitos que se ha propuesto el hombre, pero qué hay de las emociones, éstas no se crean, no se controlan, son espontáneas, genuinas, irracionales. Sí, quizá parezca banal, pero siempre han estado ahí. Nos hemos olvidado de ellas en esta época donde todo necesita una explicación o tienen que tener un beneficio. Creo que en muchas ocasiones la ganancia está en la libertad que tenemos de decidir hacerlo y ¿la explicación? Porque sí y ya.
No puedo decir cuál podría ser la solución porque en primera no sé si exista, si sólo tenga que ser una o si le funcione a todos. Han sido varios los filósofos, sociólogos, sicólogos, etcétera, que han tratado de resolver este problema, que como mencioné líneas arriba, no es nada nuevo y que siempre tiene posibilidades, pero que me parecen tan ajenas, tan distantes.
Yo no creo en soluciones utópicas, pesimistas o elitistas, creo en las prácticas, en las posibles, en las locales. Se trata de tener decisión, no sólo de ser consciente, se necesita pasar al siguiente nivel, al de los actos. Después de todo el no ser indiferente también se contagia.
Vivimos en una época donde las guerras son comunes: niños matan a otros niños sin saber por qué. Una época que quiere sustituir a las palabras y al contacto. Nuestra época está muda.
Ahora no necesitamos una guerra silenciosa, donde nadie se reconozca, en la que todos se odien, nadie se hable y ni siquiera se volteen a ver.
No me caracterizo por ser una persona particularmente positiva o activista, pero estoy harta, en verdad me cansa esta situación, no quiero acostumbrarme. Me rehúso a formar parte de esto. Quizá en 10 años o en 20 cambie tanto que ni siquiera me reconozca, o me contradiga por completo. En fin, mientras eso sucede prefiero hacer algo.