En esa ciudad nos tocaron muchos temblores… Hace dos o tres años hubo uno que, del miedo, nos mantuvo todo el día fuera hasta que oscureció… Como otros, ese temblor nunca terminó de pasar en nuestras cabezas. El de ahora era cuestión de tiempo…
Día y noche, siempre atentos al tétrico alarido de la sísmica alerta, nuestras vidas transcurrían bajo el aliento de edificios viejos y cansados que se apoyaban unos en otros para no quedarse dormidos… ¿Por qué no los tiran? ¿Por qué no los auditan? ¿Por qué los reviven si ya están casi muertos? Me preguntaba al menos dos o tres veces por semana. ¿Soy un paranoico? Tanto especialista, tanto perito, tanto miembro distinguido del colegio de arquitectos o del de ingenieros y nadie capaz de decir nada… ¿Dónde estamos los de la población civil solidaria? ¿Dónde los medios masivos tradicionales y dónde los nuevos medios de comunicación para denunciar la amenaza?
El temblor y su desgracia: alegoría real y trágica de la historia de nuestro país… Tal vez una premonición de su destino… Apocalipsis urbano de las lecciones no aprendidas; de la solidaridad que en nosotros es sólo una reacción ante la catástrofe; del oportunismo, la delincuencia y el rédito en medio del caos; un recordatorio más de que cualquier estructura dañada, social o de concreto, terminará por colapsarse. Treinta y dos años después pareciera que todo sigue pendiendo de un hilo entre teatros con verdades y mentiras de semejanza abrumadora en tiempos dispares.
¿Un colegio privado que se desploma borrando un pedazo de nuestro futuro? ¿Un edificio reducido a escombros que no tenía los permisos de construcción necesarios y que ni las autoridades educativas ni ninguna otra pudieron clausurar? ¿Una niña que nunca existió, llamada como aquella pintora de las tragedias, los dolores y los tulipanes, y a cuyo rescate las televisoras dedicaron un día de difusión en directo? ¿Otra premonición alegórica del futuro de nuestro sistema educativo nacional y de sus instituciones? ¿Dónde está la mentira en este país? ¿En nosotros? ¿En las autoridades políticas o militares? ¿En los medios? ¿En la cultura del espectáculo? ¿Dónde?
¿Qué pasó en los otros estados con el temblor anterior? ¿Por qué la televisión y los noticieros no tuvieron el mismo interés en comercializar sus estragos? ¿La verdadera solidaridad está en los centros de acopio? ¿Lo mejor de nosotros es eso: salir a ayudar después de una tragedia imputable solamente de forma parcial a la naturaleza? ¿Sólo así nos es visible la pobreza; entre las ruinas y el escombro? ¿Y los ancianos, los campesinos, los hombres, las mujeres y los niños que son pobres y que llevan toda la vida siendo pobres? ¿Y los que no son de la capital?
Hubiese sido mejor evitar el derrumbe de esos edificios y casas a sabiendas de que sucedería inexorablemente; faltan más por caerse. Hubiese sido también mejor no haber dejado caer en la miseria a nuestros compatriotas del sur; rescatarlos de esa cortina de indiferencia histórica y de sus propios gobernantes; hubiese sido mejor no haberles permitido vivir como vivían y no haberles robado la ilusión de hacerlo. A veces, la solidaridad de miles es la expiación de pocos.
Nos gusta olvidar que los políticos, los funcionarios públicos, los directores de escuela, los reporteros, los dueños de las televisoras y periódicos, los campesinos pobres y ricos, los ciudadanos de a pie y los de coche, somos parte del mismo sistema al que alimentamos; que si no hay suficientes funcionarios, directores de escuela, profesores o políticos honestos o comprometidos con el futuro de este país es porque en la población no son fuertes estas motivaciones; que las ideas de patria, colectividad y bienestar están clausuradas en un sistema internacional neoliberal en el que creemos ser actores principales y en donde la importancia del éxito individual apenas palidece ante la tragedia colectiva.
En una pretendida reivindicación de la justicia social de altos vuelos y de manera por demás coyuntural, en estos días, agrupaciones políticas, personajes políticos, apolíticos, contrapolíticos, población politizada y no politizada debaten sobre una reasignación presupuestaria de los dineros destinados a los propios partidos, buscando ayudar a quienes son víctimas de los sismos que recientemente asolaron a este lugar de cincuenta millones de pobres, miles de desaparecidos forzados y desplazados por la violencia, con agudas crisis de empleo, educación y seguridad pública. A la sombra de la corrupción, presuntamente muy-nuestra-difícilmente-cambiable, y de su primogénita, la apatía, “lo mejor de nosotros mismos” surge anecdóticamente ante la desgracia de un país resquebrajado.