Subiendo y bajando por Comala - LJA Aguascalientes
22/11/2024

Con el pretexto de conmemorar el centenario del nacimiento de Juan Rulfo, hace unos días mi amigo Néstor Duch tuvo la inusual, pero atendible iniciativa de reunir a un grupo de amigos con el propósito de conversar en torno a su obra. Sospecho que esto no era sino un buen pretexto para pasar un buen rato. La idea original suponía preparar un breve texto que se leería o expondría en la reunión. Con buen tino, esta tarea se descartó unos pocos días antes de la reunión, pero supe de ello cuando ya tenía una primera versión de lo que sería mi texto. Al fin de cuentas ni pude asistir a la reunión, ni presentar, llamémosle así, mis ideas en torno a Rulfo. Lo que sigue es una versión ligeramente corregida de lo que mis eventuales compañeros de tertulia se escaparon de escuchar. Está, desde luego, dedicada a Néstor.

 

«Sube o baja según se va o se viene.

Para el que va, sube; para el que viene, baja»

Juan Rulfo, Pedro Páramo

 

Como Uds. saben, en alguna ocasión Jorge Luis Borges afirmó estar más orgulloso por los libros que había leído que por los que había escrito. Por mi parte, y sin ningún libro del cual sentirme orgulloso, puedo decir que más que estar orgulloso por los libros que he leído, lo estoy por los que he releído.

Esta secreta presunción tiene su origen en la convicción -que como toda convicción que vale la pena fue estableciéndose de manera discreta a lo largo del tiempo- de que sólo con la relectura uno llega a integrar plenamente en su propia vida la novela, poema o libro en cuestión. Solo la memorización procura un compromiso similar.

Esta declaración no solicitada viene a cuento porque, si bien Pedro Páramo no fue el primer libro que leí, sí fue el primero que releí. Con Pedro Páramo accedí al mundo de Rulfo, pero también me inició en el vicio mayor de la relectura.


Pero, antes de hablar de Rulfo y su mundo, una brevísima digresión. A diferencia de Proust, para quien sus días de infancia plenamente vividos fueron, según escribió, aquellos que pasó con sus libros favoritos o de la precoz adolescente Susan Sontag quien a sus quince años registra en su diario que pasara el verano no con sus amigas o amigos, sino en compañía de Aristóteles, Yeats, Hardy y Henry James… yo, decía fui, y sigo siendo, un lector más bien tardío, moroso y del todo asistemático.

Las lecturas de mi primera infancia fuero subsidiarias, primero de mi gusto por los comics y el futbol y después por la música. Primero fatigué el amplio menú de comics que cada semana saturaban los kioskos o las peluquerías del centro de la ciudad (donde, por cierto, se formó mi primera noción de biblioteca pública) y las secciones deportivas de los periódicos, las páginas del Esto y de las revistas Balón y Futbol. Al mudar de gustos -prefería decir al madurar, pero no estoy seguro de que eso sea lo que ocurrió- dirigí mi atención a las revistas musicales, empezando por una más bien media ñoña llamada, por supuesto, POP, para terminar aficionándome a la Rolling Stone, en su primera edición en español, justo cuando todavía valía la pena leerla.

No fue sino hasta mis años finales de la secundaria que leí mis primeros libros. No comencé con ningún autor u obra clásica. No hubo Ilíada, Odisea o Quijotes en mi adolescencia, libros que, sin embargo, dormían el sueño de los justos en los estantes de la biblioteca familiar. Lo que sí hubo fueron algunos de los best-seller del momento. Los dos primeros libros que leí completos fueron El Padrino de Mario Puzo y El bebé de Rosemary de Ira Levin. Nada del otro mundo, cierto, pero me sirvieron de entrada al universo de la lectura de libros y empezaron a satisfacer mi curiosidad por el otro vicio privado que a esa edad también empecé a adquirir, el cine ya que, como recordarán, Ford Coppola y Polanski hicieron memorables adaptaciones de estas novelas.

Ya encaminado más o menos en la lectura, no dejaron de aparecer en el escenario autores y títulos que parecían ineludibles, sino es que indispensables para quien empieza a descubrir, aun tardíamente y con una torpeza infinita, que la lectura o, mejor dicho, la literatura puede ofrecer algo más que un momento de esparcimiento, una coartada, casi infalible, para conocer chicas o, en el peor de los casos, un pretexto bobo para el engreimiento dizque prestigioso.

Juan Rulfo y Pedro Páramo cumplían bien esa doble condición de ineludibilidad e indispensabilidad. A veinte años de su primera edición en 1955, hacia 1975 o 1976, a mis dieciocho o diecinueve años, leí por vez primera Pedro Páramo. No sabía, desde luego, que era el inicio de un rito de pasaje, o una serie de ritos, por los que habría de subir y bajar por Comala varias veces a lo largo de los años.

Veamos, pues, cómo operan los ritos de la relectura.

Las primeras relecturas están asociadas a un entrañable y misterioso placer infantil que radica en que se nos narre una y otra vez el mismo cuento, la misma historia o que podamos ver la misma película diez veces seguidas. Aquellos que han tenido la gracia de ser padres con las suficientes ganas y la paciencia necesaria para cumplir con sus vástagos con el ritual nocturno de la lectura previa al dormir, sabe de qué hablo.

En este rito la lectura sólo es en realidad un preámbulo para llevar a cabo lo que de verdad importa: la relectura. Como un elemento consustancial a ello está, además, el hecho inexcusable de que la relectura habrá de ser exacta, renglón por renglón, palabra por palabras, sílaba por sílaba. No puede ignorarse, en efecto, esa insistencia machacona, tenaz, a veces asfixiante, con que el infante en cuestión pide, reclama o berrea, según sea su temperamento y la tolerancia de los padres, que la relectura sea totalmente fiel, que no se recurra a atajos ni extravíos, ni que se incurra en añadidos creativos o dudosos resúmenes ejecutivos. La relectura será intransigentemente fiel o no será.

Supongo que fue por cumplir este mismo ritual por el que emprendí mis primeras relecturas de Pedro Páramo. No hubo un motivo en particular, sólo el dejarse llevar por ese espíritu de intransigente fidelidad a ese mundo que había descubierto, perplejo y fascinado, en Comala, un mundo al que deseaba regresar y verificar que era el mismo que había conocido en mi primera lectura.

Deseaba confirmar que seguían vivitas y coleando todas las almas errantes que habitaban la Media Luna, que Susana San Juan y Pedro Páramo seguían volando papalotes, que Inocencio Osorio, el Saltapericos, continuaba provocando sueños, profiriendo profecías y embaucando a cuanta mujeres se le atravesaba, que el desdichado Colorado seguía penando la muerte de su amo Miguel Páramo, que el Padre Rentería dudaba aún en otorgarle el perdón a doña Eduviges y, así, hasta ver que Pedro Páramo seguía desmoronándose como un montón de piedras.

Pero había algo más. Sabemos que Rulfo tenía un don prodigioso para ver y crear imágenes -no en balde fue también un fotógrafo notable-, pero igualmente era prodigioso su don para escuchar. Gracias a ello reinventó maravillosamente el habla de las zonas rurales de los Altos de Jalisco e hizo eco de la música del entorno natural. La relectura me permitía volver a escuchar esa magnífica sinfonía compuesta tanto por los murmullos, llantos, quejidos, gritos y el cansino andar de los fantasmas, como por el incesante caer de la lluvia, el crepitar de árboles, hojas, plantas y el barullo y murgas de los animales que rindan perdidos Comala.

Con estas primeras relecturas el reino de Pedro Páramo se me fue haciendo tan familiar que, sin proponérmelo, empecé a anticipar escenas, diálogos, apariciones y desapariciones sin que, por cierto, ello diluyera esa radical y primaria extrañeza que supone el acompañar a Juan Preciado en su eterna búsqueda de ese rencor vivo que era su padre.

En este primer momento, entonces, la relectura funcionaba como un rito para satisfacer el deseo de recuperar el mundo de Comala, un rito guiado por los extraordinarios y del todo inusuales dotes narrativos de Rulfo.

Después viene un segundo momento de la relectura que en cierto modo se contrapone al anterior. Este segundo momento llega cuando advertimos de que algo cambio en nuestra forma de leer. El libro, por supuesto, mantiene su esplendor en la fijeza misma del texto, pero quien ahora lee no es el mismo. Aparentemente hemos madurado y nos decimos que no es lo mismo leer o releer un libro a finales de la adolescencia, que a mediados de los veinte o ya entrados a los treinta o los cuarenta.

El caso es que empezamos a leer Pedro Páramo como si fuese, si no otro libro, sí descubriendo algo nuevo, algo que no habíamos visto ni es escuchado previamente. El libro se abre a nuevas lecturas, a nuevas exigencias -asociadas acaso a una nueva sensibilidad, a nuevos gustos e intereses- y a novísimos modos de entenderlo y, ay, de interpretarlo.

El rito precedente de la retención infantil nos parece ahora sospechoso no sólo porque no puede satisfacer las nuevas exigencias, sino además porque al parecer entorpecer el paso al nuevo rito, el rito de las interpretaciones.

Presuntuosamente se cree estar abandonando la edad de la inocencia de la lectura por lo que ya no nos permitimos leer Pedro Páramo como la historia de un tal Pedro Páramo, que ocurre en una tal Media Luna, sino que ahora nos afanamos en hacer una lectura en clave antropológica, filosófica, filológica, estructuralista, feminista, deconstructivista… hay para escoger en el menú de las imposturas.

Así deberíamos ahora releer Pedro Páramo con lápiz en mano y con la eminente y emancipadora misión de localizar aquí y allá referencias míticas (entre más crípticas mejor), evidencias del patriarcado reinante (entre más dolosas más útiles), noticias de los usos y costumbres del cacicazgo histórico prevaleciente en el campo (entre más duras mejor), claves históricas (milenarias si es posible), o alusiones intertextuales (entre más enigmáticas mejor) de los muchos símbolos, mitos, arquetipos y sistemas de dominación que, pensamos, otorgan sentido a la novela.

Algunos ejemplos que tienen el dudoso estatuto de haber llegado a ser clichés con amplia circulación nos dicen que, por ejemplo, Pedro Páramo no es sino la historia de la pérdida del paraíso perdido, del exilio primario que siguió a la caída del hombre, o que es, sobre todo, la crónica árida y desamparada del México profundo, o mejor aún que es el acta de defunción literaria de la versión oficial de la revolución mexicana o, porque no, que es la recuperación y recreación de la historia de la gente sin historia y un interminable etcétera. Juan Villoro ha sintetizado bien este frenesí interpretativa al escribir que “En México, la obra de Juan Rulfo se ha leído como un triunfo telúrico, un texto que le debe más a la riqueza vernácula que a la original inventiva del autor.”  

Y, desde luego, Pedro Páramo es, o puede ser eso y más, y de seguro parte de su condición de clásico le exige el deber de soportar cada una de las aventuras o futilezas hermenéuticas que se nos ocurran. El caso es que, si bien intente, sin ninguna noción del ridículo, participar como lector de este frenesí, pronto lo abandoné por incompetencia manifiesta, pero sobre todo por aburrimiento: ¿Qué interés puede tener descifrar la vida en Comala y la Media Luna en clave antropológica o neomarxista? ¿Qué morboso impulso hay en llevar al diván freudiano a Juan Preciado, Abundio Martínez y al mismo Pedro Páramo? ¿Qué caso hay en ver la pasión de Susana San Juan, por no hablar de las muchas mujeres que moran en la Media Luna, en clave feminista?

En todo caso, y más allá de los usos, abusos e engañifas de la interpretación, lo que no se puede negar que este afán por develar las claves que pueden dar sentido a Pedro Páramo derivan de la fascinación y hondura de los enigmas de los que Rulfo se vale para contarnos el destino trágico de Comala y Pedro Páramo.

Un tercer momento es aquel en que el rito de la relectura se afina, se fragmenta y tiende a desplazar su interés hacia una zona que, si bien entrevista, comienza apenas a revelar del todo tanto su núcleo como sus contornos. Esta zona es donde prevalece la apreciación artística, esto es la revelación de la estética o la poética que hace de Pedro Páramo una obra de arte, así como los artificios artísticos que la hacen posible.

Sabemos que hemos ingresado a esta zona cuando, como dice Vladimir Nabokov, empezamos a “advertir y acariciar los detalles”. La relectura deja de ser un rito de retención, o un rito de interpretación y se convierte en uno rito de iniciación. Aquí, se va diluyendo la importancia que le otorgábamos al desarrollo de la historia, a la secuencia de acontecimientos y, desde luego, a la misma metafísica de los motivos y el destino mítico de los personajes.

Lo que ahora importa es acariciar -y estoy consciente del sentido iniciático y sensual que el autor de Lolita daba al concepto- el artificio artístico que hay en los detalles, descubrir aquello que en una sola lectura o unas pocas lecturas puede eludirnos y que, sin embargo, es justo lo que hace que un libro como Pedro Páramo se revele y ofrezca como una obra de arte, como una obra que vale la pena frecuentar una y otra vez, sea en su totalidad o en partes elegidas por uno mismo o por el infalible azar.  

Estos detalles, estos artificios están en todos lados: en el modo en que se describe u omite el gesto de un personaje, en la imagen de un paisaje, en el sonido emitido por una ave, en la arquitectura toda de la obra, en la respiración de los párrafos, en el ritmo, tono y color de las palabras, en el sentido de la adjetivación y, sí se me permite decirlo de este modo, en los prodigiosos modos en que el espíritu puede encarnar en el lenguaje, un lenguaje, como es el caso de Pedro Páramo, está hecho lo mismo de voces, murmullos y rumores como de silencio.

Unas cuantas palabras sobre esto último, el silencio. No conozco muchas obras en que, como en Pedro Páramo, el silencio tenga una presencia tan poderosa y ubicua. Es una novela colmada de silencios, y de hecho se erige en función de ellos. Rulfo mismo comentó en una ocasión que “Si hay estructura en Pedro Páramo, pero es una estructura hecha de silencios, en la que todo ocurre en un tiempo simultáneo que es un no tiempo.”

En este sentido, el silencio es posiblemente el punto ciego de Pedro Páramo. Punto ciego en el sentido definido recientemente por Javier Cercas. En centro de las grandes novelas, escribe Cercas “hay siempre un punto ciego, un punto a través del cual no es posible ver nada. Ahora bien -y de ahí su paradoja constitutiva-, es precisamente a través de ese punto ciego a través del cual, en la práctica, estas novelas ven; es precisamente a través de esa oscuridad a través de la cual iluminan estas novelas; es precisamente a través de ese silencio a través del cual estas novelas se tornan elocuentes.” (Subrayado mío). Y, añade Cercas, el punto ciego es por donde el lector ha de colarse en el libro para “adentrarse a fondo y sin miedo, como un espeleólogo, en territorios que sólo la novela o el relato puede explorar, vedados a cualquier otra forma de conocimiento”.

En Pedro Páramo ese punto ciego es el silencio. Adentrarnos en él, dejarnos invadir por él nos permite ingresar a los territorios de Pedro Páramo y llegar a entrever la penetrante y aguda conciencia artística y moral que la anima. Se trata, creo, de una conciencia que, para serlo efectivamente, se resuelve, insisto, en una estética, o mejor dicho, en una poética gobernada exclusivamente por las normas y exigencia que le reclama su integridad como obra de arte.

Abrevio. Siguiendo de nuevo a Nabokov, podemos establecer que el primer rito de relectura nos da el esplendor del Rulfo narrador, el segundo al Rulfo visionario y, finalmente, el tercero al Rulfo encantador. La fusión de los tres es lo que hace de Rulfo un escritor único, un escritor de genio, un escritor que, de nuevo Nabokov, se lee no tanto con el corazón o el cerebro, sino con la columna vertebral: “es allí donde se produce el hormigueo revelador.

En su prólogo a la traducción al inglés de Pedro Páramo, realizada por Margaret Sayers y publicada en 1994, Sontag escribió que, “no merece la pena leer un libro una vez, sino merece la pena leerlo varias veces”, teniendo como ejemplo el libro de Rulfo al que, con toda justicia, consideraba como una de las obras maestras de la literatura universal del siglo XX. Lo que he intentado decir aquí no es otra cosa que Pedro Páramo es un libro que merece leerse justo porque vale la pena releerse una y otra vez.

Concluyo con una breve acotación. Nabokov pensaba que “un buen lector, un lector activo y creativo es en realidad un relector”. Me atrevo a invertir los términos para sugerir que, en realidad, es la relectura la que nos hace buenos lectores, lectores activos y creativos. Y esto es algo que puedo añadir entre mis muchas deudas con Pedro Páramo, ese libro que, en sus poco más de seis décadas de vida, ha mostrado una perdurabilidad solo concedida a las almas perdidas en Comala.


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