El pasado 20 de septiembre, como parte de las actividades del Festival de las Artes de la Universidad Autónoma de Aguascalientes, mis compañeros de México Kafkiano y yo fuimos invitados para hablar sobre “Arte y academia”. El presente texto es una versión recortada de mi intervención:
Pretendo reflexionar sobre el beneficio que cualquier estudiante –independientemente de su inclinación artística– puede encontrar en su formación académica, en oposición a alguien que sea repelente a la escuela.
Para calentar motores comienzo con una trivialidad acerca de lo que ocurre cuando queremos dialogar con una obra artística. A mi juicio hay dos niveles de lectura: el primero es impresionista (llamémosle sensorial); el segundo, una vez que la experiencia ha sido reflexionada, es intelectual. El primero lo puede hacer quien sea; el segundo, no. Me interesa, de momento, este último.
Si bien es cierto que la experiencia sensorial es un elemento indispensable y que, de ninguna manera, es mejor que la experiencia intelectual, es igualmente cierto que este segundo nivel de lectura es más rico: convertirmos lo que sentimos en lenguaje y, cuando no se pide demasiado, se hace con orden y claridad.
Así, transformar o, más exacto, traducir una obra de arte es una labor que, en buena medida, se gana, se desarrolla y se potencia, con propiedad (tengamos en cuenta que hay diplomados, pequeños cursos, entre otros), dentro de una carrera universitaria.
Es común escuchar, en general, que las carreras en humanidades que analizan arte, no forman artistas. Hay dos casos, en concreto, que conozco bastante bien: Letras Hispánicas y Ciencias del Arte y Gestión Cultural.
Creo que hace falta ser más precisos: ambas carreras no forman, necesariamente, artistas; y, sin embargo, sí que pueden estimular la creatividad. Un artista que tenga una formación académica en condiciones podrá saber expresarse no sólo a través de su trabajo como artista, sino que también podrá justificarlo. Esto parece lo más elemental del mundo y, no obstante, no siempre es así.
Lo que quiero decir es que, dentro de la academia, aparte de ayudar a los alumnos a construir un criterio de discriminación dentro del arte, se antoja necesario, a su vez, formarlos como escritores –o si asusta el término por estar asociado a una categoría artística, llamémosles personas que deben escribir con orden y claridad–.
Repite Eduardo Casar que escribir se aprende en gerundio: escribiendo. Me parece inexacto: se aprende en gerundio: corrigiendo. La retroalimentación es fundamental para el artista: aprender a recibir comentarios también es parte de la formación académica (los que no estén en una universidad van a encontrarse con mayores dificultades que los que sí lo hagan).
Así entonces, ¿qué gana un artista al matricularse en una carrera universitaria? ¿Trabajo garantizado? No. ¿Remuneración y reconocimiento instantáneo de su trabajo? Tampoco. ¿Reflexionar? Sí, y no sólo el artista, sino también el que pretende analizar arte.
El caso contrario sería: ¿qué ocurre si no hay una formación académica? Bien, los ejemplos son varios y que basten sólo dos:
Peter Schjeldahl, senior art critic del New Yorker, es uno de los críticos de arte de mayor relevancia y, no obstante, no tuvo una formación académica universitaria. Se hizo sobre la marcha.
Robert Hughes, recientemente fallecido, tampoco acabó de estudiar arte y arquitectura en la Universidad de Sydney.
En ambos casos la formación universitaria fue sustituida por la experiencia. De artistas mejor ni hablamos porque son muchísimos los que ni siquiera se han asomado por las aulas.
Con todo, por ejemplo, vale decir que los grandes críticos pasaron por horas de estudio en la academia (pienso en Eliot, Steiner, Bloom). ¿Y los artistas? Habrá que fijarse, actualmente, en el currículum de varios de ellos (escritores casi siempre): es destacable que muchos de ellos cuenten con un PhD. Así que, ¿qué es lo que dicta este mundo contemporáneo? Que los artistas estudien. ¿Cómo se explica esto? Lanzo una hipótesis que tendría que estudiar con mayor profundidad: la oferta laboral es tan escasa para los artistas que se crean puestos académicos dentro de las instituciones, a nivel superior, con tal de que esa gente llegue a fin de mes sin problema. Y es que, no lo neguemos, unos de los principales líos educativos cuando se estudia humanidades es ganarse la vida. Bien, resumo y termino con una pregunta:
1. El artista que entra a una carrera para estudiar arte, en teoría, va a estar facultado para teorizar su trabajo y para exponerlo por escrito; esto es: subsanar una carencia que, de no haber pasado por las aulas, seguramente se hubiese exponenciado.
2. El artista, si es uno malo, después de sus cinco añotes de estudio, podrá hacernos un beneficio a todos si abandona su ejercicio y se dedica a otra cosa. (Esto, a alguien fuera de la academia, no se le ocurriría –como muchas otras cosas– jamás).
3. El que pretende ser analista de arte o crítico de arte, está en el lugar indicado: por fuera no habría manera, rigurosamente hablando, de que tuviera el conocimiento que corresponde.
4. No es necesario tener un título para convertirse en artista; pero, como están las aguas en nuestro tiempo, si no tiene un título, las posibilidades de empleo se le reducen.
5. Nuestra universidad, nada más de Ciencias del Arte, va a estar arrojando, anualmente, alrededor de 20 alumnos. En cinco años, sumando a la gente de maestría, vamos a tener cerca de 150 personas (más o menos). Agreguemos a esa lista a los alumnos de carreras afines (danza, música, artes visuales) de otras universidades que estén en lo mismo. La cifra, de verdad, puede resultar preocupante: yo calculo alrededor de 500 personas. Y esto me lleva a preguntar ¿En verdad hay tanto espacio allá afuera para los que se meten a una carrera deseando, eventualmente, trabajar? No lo sé, pero algo me dice que, dentro de no mucho, estaremos hablando de saturación. n