Debe levantarse a las 4:30 de la mañana para poner a calentar el camión. Aseo y desayuno rápidos, pues a las seis ya debe estar en su ruta, la 50, cuyo inicio le queda a media hora de camino. Después siguen dieciséis horas de trabajo. El camión no tiene aire acondicionado, pero deberá mantener la puerta cerrada. Hoy tiene que llevar la corbata durante todo el día, incluidas las seis horas en que la temperatura está arriba de los 32 grados. Las paradas que no están bloqueadas por autos estacionados son inaccesibles, o están demasiado cerca del semáforo por lo que habrá que luchar con el tráfico para subir gente, arrancar y volver al carril de la izquierda en menos de doscientos metros pues debe dar vuelta.
La competencia está fuerte, el camión que va adelante de él lo está dejando sin pasaje; y tiene que alcanzar la cuota. El patrón no perdona, debe recibir su dinero siempre, tenga pasaje o no. Además, comenzó distraído y es probable que haya dado mal el cambio un par de ocasiones. Pero no hay tiempo para corroborar pues la señora que subió con el niño no quiere pagar los dos pasajes. Si no va a ocupar asiento, yo lo cargo, Pues sí, pero pasó caminando por el sensor, se va a contar, Hágale como quiera, no le voy a pagar doble. Atrás, la fila de carros se desespera y están todos sonando el claxon; él está bloqueando el carril porque una camioneta de transporte de dinero está ocupando la parada de camiones. Un taxi le regala una sonora mentada, un colega camionero lo saluda.
Señora, no sea así, no deje el pañal de su niño debajo del asiento, A usted qué le importa, no trae bote de basura, Pues sí, pero va a oler, no ve el calor que hace, Me vale, ya me voy a bajar. Recórranse por favor, Eh, bajan, carajo, Aquí no es parada, La tuya. Dieciséis horas.
A las nueve y media de la noche tomo el camión, va casi vacío, pero un pasajero borracho opta por protagonizar el trayecto. No escucho bien, pero algo viene diciéndole a una chica unas filas atrás de la mía. Ella se queja, el chofer detiene el camión, camina hacia atrás, regaña como papá al borrachito quien promete que se portará bien. La chica agradece, el chofer vuelve a su puesto, el borrachito baja la mirada y se queda quieto como castigado.
Al final, cuarenta y cinco minutos más, pues hay que cargar diésel. Llega a casa a las 11:30 si bien le va. Mañana, otra vez comenzar. Y tres meses después, buscar otra cosa que hacer, escapar del camión un tiempo, para terminar volviendo otra vez más.
En 1919 se firmó el primer convenio de la Organización Internacional del Trabajo, se trata del Convenio sobre las horas de trabajo (industria). En él se estipula que los miembros de la organización tendrán como meta evitar que todo trabajador industrial (entre los que se incluyen quienes transportan personas o mercancías por carretera) no podrá tener jornadas de trabajo que excedan las ocho horas y no podrán trabajar más de cuarenta y ocho horas por semana. Para 1935, el Convenio sobre las cuarenta horas, de la misma organización, extendía tales propuestas a todo trabajador (sí, incluidos conductores de servicio público) e incluso acortaba el máximo de horas por semana a cuarenta. Y no es todo, en 1962 –es decir, hace más de cincuenta años– los países miembros de la Organización, entre los cuales está México, se comprometieron a cumplir la Recomendación sobre la reducción de la duración del trabajo, que indica “la norma de la semana de cuarenta horas […] como una norma social que ha de alcanzarse, por etapas si es necesario”.
Nuestra Constitución no se queda atrás. El artículo 123, uno de los tres que en teoría todos los mexicanos conocemos -excepto los diputados nacionales, quienes recientemente dejaron ver en entrevista que no saben de qué tratan los artículos 3, 27 y 123-, es claro y contundente. Lo primero que garantiza es que “La duración de la jornada máxima será de ocho horas”; así de simple.
Soy usuario del transporte público desde hace más de 30 años y, por lo tanto, sé que desde hace mucho tiempo los camioneros no están entre la gente favorita del “público general”. Sé también que hay muchas personas que conducen camiones que no deberían hacerlo, sé que no todos están capacitados. Pero si no comprendemos que tener un mal servicio de transporte público es sin duda menos terrible que trabajar jornadas de dieciséis horas, pecaremos de un egoísmo imperdonable. Es urgentísimo, por nuestra dignidad como ciudadanos, tener un transporte público aceptable, pero lo es más que nuestros conciudadanos choferes cuenten con seguridad social, un sueldo fijo digno, vacaciones pagadas, horarios que les permitan tener una vida y ocio y descanso, y una jubilación segura. Cuando logremos eso, cuando ellos estén mejor, entonces sí, pensemos en camiones lindos y nuevos; en horarios predecibles, en camiones suficientes, en ganancias para los concesionarios.