Escribo esta columna con sentimientos inflamados. Por un lado, la mañana del lunes despertamos con terribles noticias: el Estado de México seguirá secuestrado políticamente por la misma y eterna familia. Es preocupante que, pese a que las y los mexiquenses cuentan en su memoria a largo y corto plazo con evidencia disponible y suficiente para castigar severamente al PRI, será el tricolor quien siga después de más de 80 años gobernando el estado. La marabunta de irregularidades en la elección dará a analistas y a los medios materia suficiente para entretenerse un rato. Sólo me quedo con una conclusión importante: el PRI no contará con la suficiente legitimidad política para gobernar. Y, rumbo a 2018, es Andrés Manuel López Obrador el candidato a vencer en el camino hacia Los Pinos. Más que una victoria del PRI, hubo una derrota de la izquierda. Morena y el PRD no desearon caminar juntos y poner fin al mandato de la familia de Atlacomulco. ¿Alguna esperanza para 2018? Alejandra Barrales, presidenta del PRD, en una mesa de debate con López-Dóriga, apunto a un posible encuentro: sería deseable que la izquierda se uniera en 2018. ¿Le creen? Yo no.
Aunque la situación nacional está otra vez en un hilo, quisiera detenerme más en la escalada mundial del terrorismo religioso. Londres es la nueva ciudad afectada. Y detenerme, antes que otra cosa, en el concepto al que acabo de aludir. Si califico como “religioso” al terrorismo que ha causado los atentados en diversas ciudades europeas es porque me parece ingenuo que se desestime el cariz fundamentalmente religioso que impregna sus razones para actuar. Seguir afirmando que las consecuencias de un sistema de creencias irracional e inconsistente tienen nada o poco que ver con los atentados terroristas me parece cuando menos torpe, cuando más irresponsable. Lo leía por la mañana en una portada de un diario inglés: “Quizá debemos dejar de ser tan tolerantes con los intolerantes”.
Desde nuestras democracias occidentales estamos abonando al clima de terror. Dos son, pienso, nuestros errores fundamentales. En primer lugar, creemos que debemos un respeto especial a las creencias religiosas sobre otro tipo de creencias. No obstante, no existe una sola buena razón para defender esta posición. No hay nada en las creencias específicamente religiosas que nos obliguen a respetarlas o tolerarlas por encima de cualquier otro tipo de creencias. Todas las creencias, sean del tipo que sean, merecen igual respeto y tolerancia. En este sentido, la creencia de un ateo sobre la inexistencia de una divinidad providente merece exactamente el mismo respeto que la creencia de otra persona en su existencia particular y sus tonalidades folclóricas. Ahora bien, cualquier creencia, sea del tipo que sea, aunque merezca respeto, puede ser sometida a la crítica. De esto se sigue que no debemos una concesión especial a las creencias religiosas frente al ataque. Si todas las creencias están al mismo nivel, y nos exigen lo mismo, podemos someter a cualquiera a la crítica, al humor, al descrédito. Con la crítica no ofendemos más a quien crea en un dios, que lo que ofendemos a un científico al someter a revisión su experimento, a un político cuando cuestionamos sus propuestas de políticas públicas, a un profesor cuando cuestionamos el argumento que nos proporciona, o a un columnista –como un servidor- cuando se le ofrecen contrargumentos a sus opiniones. Hemos caído en la trampa: la sotana no es un chaleco contra los argumentos, el templo no es un búnker contra el humor, la mezquita no es una nación con sus propias leyes.
En segundo lugar, propiciamos el ejercicio de la discriminación positiva con los refugiados. Quizá no es que sus creencias merezcan mayor respeto y tolerancia por el hecho de ser creencias religiosas, sino por el hecho de que son ellos –en tanto refugiados- quienes las creen. ¿Acaso en estos casos están justificadas las acciones afirmativas? No lo creo. Tampoco pienso que exista una buena razón para defender que los refugiados musulmanes merezcan mayor respeto, o deban tener un esquema de derechos superior (tampoco inferior) al resto de la ciudadanía. Nos comportamos en nuestras democracias occidentales como padres adoptivos sobreprotectores. Toleramos en ellos lo que no toleraríamos en nuestra progenie. Esta diferencia de trato no me parece justificada.
Londres, Manchester, Milán, Prien am Chiemsee, Reunion, Khabarovsk, París, Malgobek, Estocolmo, Astrakhan, San Petersburgo, Foggia, Oberhausen, Voecklamarkt, Berlín, Hamburgo, Bruselas…, sólo en 2017 han padecido el terrorismo religioso. ¿Qué nos toca como occidentales para detener la escalada de violencia? Desde mi punto de vista, cambiar de un esquema de proteccionismo a uno de integración. A quien se le invita a vivir a casa no se le permite que viole las reglas de la casa, se le exige que las cumpla. Y esta exigencia no es violenta: sólo quien respeta las reglas de la casa ha entendido que vive ya en su nueva casa.
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