Hay un pudor intrínseco en hacer crítica seria sobre las religiones. Discutir y analizar si deben o no tener límites o ser respetadas bajo toda circunstancia. Hablo por supuesto de su discusión sobre la incidencia en la vida pública, que la vida privada de los demás a nadie nos compete. Las diversas religiones alrededor del mundo, o más específicamente las creencias en general que están basadas en el dogma, la pseudociencia y la franca superchería deberían discutirse seria y públicamente.
Parece obvio cuando hace una semana Manchester sufrió un ataque terrorista por parte del islam. Se dirá que hay extremistas en todas las religiones y eso sólo amplía la discusión. Para el caso es lo mismo si los ataques provienen de católicos, mormones o musulmanes. Podemos, eso sí, discutir -deberíamos quitarnos el prurito- sobre si el mundo musulmán y su sistema de creencias fomentan de manera particular la violencia. La presurosa vindicación de su religión y su gremio parecen ser un signo más evidente en los ataques ligados a esta creencia. Más allá del particular, debemos discutirlas todas.
Parece más dramático el caso de docenas de personas muertas en un atentado y, sin embargo, sufrimos como sociedad a nivel mundial otro tipo de embates por estas creencias: enfermedades que estaban erradicadas aparecen por culpa de los antivacunas, miles de personas no pueden realizar contratos sociales como el resto porque la creencia hegemónica dictamina que “no es normal”, a pesar de ir contra todo principio de consistencia; mujeres siguen sufriendo la infibulación en África; millones mueren de SIDA porque los preservativos están proscritos en su culto.
Puede parecer que hay ciertas creencias de esta naturaleza que son inocuas: hace unos días se hizo viral el caso de un joven que pretendía demostrar con un nivel de burbuja durante un vuelo que la tierra era plana. Otras no lo son: este pasado sábado murió en Italia un niño que padecía otitis y que sólo fue tratado con homeopatía por decisión de sus padres. El regreso del sarampión, mal de Chagas, viruela, la difteria y otras que llevaban décadas sin brote encuentra su explicación en las creencias irracionales. Los ataques, aislados y todo, extremos y todo, son uno de los síntomas más visibles, pero igual de dramáticos que otros. La interferencia con la salud o la vida plena de otros ciudadanos son también parte de esa terrible enfermedad.
Debemos empezar a discutir sobre las prácticas derivadas de creencias. Debemos al menos atrevernos a hacerlo. Nos hemos puesto tapujos porque los valores occidentales parecen obligarnos a ello. Creo que nos hemos equivocado. No se trata de apostar sin más por prohibiciones, discriminación o prejuicios: esto es lo que hasta ahora y de manera torpe -en su comunicación y también, debemos decirlo, en la interpretación y aceptación por parte de las masas- ha hecho famosos a Trump o a Le Pen. Se trata justo de lo contrario: de poder entender y dimensionar el fenómeno. Necesitamos hacerle frente: poder discutir -sin que se entienda como agresión a ciertos pueblos o etnias- la defensa que hacemos de las creencias a partir de los “usos y las costumbres”. De las sutiles formas en que difiere el inalienable derecho de creer en algo y el cuestionable derecho a hacer cualquier cosa que interfiera con los demás, con otros valores más básicos que el derecho a la creencia, o a la creencia injustificada, o a estar equivocados.
Richard Dawkins, junto con otros contemporáneos intentó las últimas décadas liderar este movimiento. Claramente se equivocó en las formas y frecuentemente también en los argumentos. Y sin embargo parece que el tiempo le da la razón sobre la urgencia de discutir el tópico. Necesitamos reivindicar el falibilismo. Necesitamos ser más didácticos. Enseñar de manera más clara la ciencia. Atrevernos a ser más contundentes con lo que sabemos que es verdad. Ser más implacables con las creencias que no han podido probarse como acertadas o más aún, con las que han podido probarse como equivocadas. Nos sonroja pensar que parecemos intolerantes. Pero tolerar la intolerancia nos hace no sólo presas, sino cómplices de ella. Necesitamos, al menos, hablar de esto.