Edilberto Aldán: el Niño Leche San Marcos 1981 - LJA Aguascalientes
15/11/2024

Hay verdades que deben ser contadas. En estos tiempos en los que la Internet se disfraza de verdad y en los que Google presume de saberlo todo, el curioso se encontrará con decenas de páginas web que se empeñan en mentirnos sobre el gentilicio de Edilberto. Algunos incluso se adentrarán al dominio del sacrilegio, aventurando que Edilberto nació (oh, descaro) en la ahora CDMX. Pero no se engañe, Edilberto es más hidrocálido que el bolillo con crema y chile jalapeño.

De hecho, en su plena hidrocalidez, Edilberto Aldán tiene un solo pecado: no nació en el Barrio del Encino, sino en el de La Purísima. Vaya, que nadie es perfecto ni aunque le rece a San Marcos. Descartada esa minucia, hay que decir que desde que Edilberto probó su primera chaska, a sus tiernos 4 años de edad (mitad crema, mitad mayonesa, con queso extra y mantequilla, mucho limón y un poco de sal), decidió en plena epifanía de sabores que todo su impulso creador estaría destinado a enaltecer al estado que dio al mundo tal manjar.

No tardó mucho Edilberto en comenzar a confeccionar el rosario de sus aquicalidenses triunfos. En 1978, todo un Farinelli del Bajío (por la voz, no por otra cosa), ganó para gloria de la Zona Escolar # 3 y orgullo pleno de su señora madre, el Concurso Estatal de Canción Popular interpretando, cómo no, “Pelea de Gallos”. En el 79 se alzó con el torneo regional de caicos de la Cremería Nueva (canicas, para los que nos visitan de otros estados) y no sólo eso, representó a Marcelino Pan y Vino en el carro alegórico de J.M. Romo en la Romería de la Asunción de ese año.

En 1980 ya había aprendido que el agua era un refugio y no conocía lugar más seguro que las olas del mar, así que mostrando esa inclinación marítima que desde siempre han tenido todos nuestros poetas locales, viajó por primera vez a la Ciudad de México representando a éste, su estado, como ganador en el Concurso Nacional de Pintura Infantil El niño y la mar. Pero Edilberto quería más, buscaba con empeño el máximo galardón, qué digo galardón, el máximo gallardón de la termapolitanez. Cuando quedó dolorosamente claro que en esos tiempos conservadores no podía aspirar a ganar el concurso de traje típico y deshilado, se encontró, mientras comía una nieve en el As, con la convocatoria que, sin saberlo, había estado esperando toda su niñez. Al leer las bases, hay que decirlo, se intimidó un poco por la importancia de la empresa convocante y por la tarea a cumplir: había que escribir un texto en el que contara en una cuartilla por qué Aguascalientes era la mejor ciudad del mundo y planetas circunvecinos (juro por el Señor del Encino que así rezaba la convocatoria). En aquel entonces, Edilberto de escribir, nada (lo suyo, lo suyo, era la acuarela, como ya dijimos). Pero, motivado por la recompensa, se animó: el texto ganador le daría a su autor no sólo un lugar en el parnaso literario del Cerro del Muerto, sino que lo haría merecedor a ostentar el ansiado título de… “El Niño Leche San Marcos” (y una generoso dotación de productos lácteos, pero eso era accesorio).

Varias tardes fueron dedicadas al empeño, sin éxito. Sus hermanos le pedían que desistiera, que mejor comenzara a trabajar en su proyecto para “Pinta tu Feria”. Hasta que su madre, sabia como siempre, viéndolo hundido en el desespero y tras llevarlo a rezarle al Santísimo en el templo de la Medallita, le dijo esa frase que habría de quedarse con él para siempre: “No te reborujes, mijo, sólo tienes que ver en tu interior y esforzarte bien mucho”. Funcionó. Dos semanas más tarde Edilberto recibía la noticia con el suplemento dominical de El Hidrocálido: desde ahora sería conocido como “El Niño Leche San Marcos 1980”. Cuando en el día de la premiación subió al tinglado, extasiado, casi señorial, sus oídos llenos de la melodía Pajarillo de José María Napoleón, que por una razón no muy clara había sido elegida por el DJ del evento para ese momento tan solemne, Edilberto miró al público que le aplaudía en la explanada y supo que todo había valido la pena. Esa fue su primer victoria literaria (el texto, que se creía perdido, está a buen resguardo en la caja fuerte de mi oficina, en espera de la oportunidad de chantajearlo… digo, homenajearlo).

Después, ay, la vida. Los años pasaron, Edilberto partió a perseguir una carrera, se aficionó al cine, a la buena música y a las tortas de tamal y los pambazos. En alguna tarde del otoño de 1995, casi lo perdimos del todo, cuando pidió su primer esquite con patita de pollo.

No es un secreto, Edilberto ha compartido la anécdota semilla de ese título que parece perseguirlo, en más de una ocasión. Y simplísticamente la reducen a esto: el profesor Hermann Soergel sentenciando, al final del cuento de Borges, su tristeza: De tarde en tarde me sorprenden pequeñas y fugaces memorias que acaso son auténticas.

De vuelta a su tierra, Edilberto se la ha pasado peleando con eso mismo. Renegando del pasado y aferrado a sus momentos en la capital, ya no sabe qué es invento y qué es pasado. Para él ahora todo es destino. En cada ocasión en que las torpezas de esta ciudad y sus inquilinos le plantan muros en su ruta (y con su trabajo, esas ocasiones son varias) Edilberto suspira sabiendo que el día está del otro lado, y recuerda que eligió quedarse. Y como el lugareño más fuereño de esta ciudad, enfrentado a sus propias pequeñas y fugaces memorias, Edilberto camina descifrando el acertijo de esta casa: la calle, la ciudad, sabiendo que no son ni su casa, ni su calle, ni tampoco su ciudad. En esos días de antes, más que abrumarse, se consolaba en la revelación: nada le era propio, no le pertenecía a alguien, a algo. Pero ahora, demostrando que no sólo los libros y el pozole verde le quedan rebien, le ha dado por firmar su mayor acta de localía, y ha tenido a bien dar vida a un hijo que nació en el sueño de sus más grandes triunfos y dichas, un heredero que no tiene que pedir queso para sus quesadillas, que se va a dormir con los atardeceres más hermosos del mundo y que sabrá a su tiempo que el civilizado “Ceda el paso a un vehículo” no puede banalizarse en el bárbaro “Es uno y uno”.

Pero ahora, y con el poco tiempo que me queda, el libro. No me extenderé mucho porque ya usé gran parte de mi tiempo, y porque en esta mesa los cuatro somos verdaderamente amigos. Y esto último quiere decir que como buenos amigos tenemos divergencias y afinidades, y respondemos con asombro ante los mismos temas: este libro es uno de esos temas. El riesgo de repetirnos unos a otros durante esta presentación es más que seguro. Así, sorteando minas, decido entrarle por la estadística, innecesaria pero útil. Si usted es de los lectores de cuotas y medallas, enhorabuena, este libro puede leerse, como suele decirse, de una sentada. Leyendo sin distracciones usted tardaría poco menos de 48 minutos en terminarlo. Sí, soy tan ocioso que me cronometré. Pero si usted se decanta por la vena estética, bien podría pasarse casi la cuarta parte del año leyendo un texto por noche, degustándolo con calma, como se hace con un buen trago de licor.


Porque Edilberto en este volumen, hace mucho más que antologar sus textos. Recopila sus obsesiones: la memoria, los fantasmas, la pareja, la familia, los destellos, los atisbos, la divinidad y la locura que viene desde o por culpa de ella, y sobre todo esto, la escritura. Y al recopilar sus manías, las afila y perfecciona, las dispone en pequeños cuerpos de choque, eficaces y certeros. Edilberto, en la filigrana de sus historias se detiene ante las rosas y las hormigas, observa el misterioso vuelo de la mosca, y prefiere las horas deshojando el porqué del sueño del escarabajo que amanece seco en el patio. Ya se sabe, él no es el único autor con obsesiones, y en su caso comparte con uno de sus ídolos personales, José Emilio Pacheco, la sisifeana afición de la corrección constante. Edilberto poda, como en la ya gastada figura del árbol bonsái, sus creaciones con un cuidado que le envidian los orfebres. Leí el bosquejo de “Distracción” por primera vez hace 12 años, y tras la primera corrección que volví a leer, el texto ya no ha cambiado, adivino, por una simple razón: así, justo así, debe quedarse. Lo mismo pasa con el texto titulado “Arte Poética” con el que suele despedir, magistral y alevosamente, a sus lectores en sus variadas entregas: no sólo resume perfectamente la vocación narrativa de Edilberto, y uno de sus motivos vitales hacia la escritura, también ha alcanzado un estado final al que ni siquiera el autor le puede inventar un pero a corregir.

De las cuatro partes de este libro, bellamente editado por el IMAC, la primera y la tercera parte son anzuelos, los objetos brillantes que atraen y cautivan, para primero dejarnos a merced de la segunda parte (que es un golpe de villanía: textos duros, aleves y feroces) y al final dejarnos desamparados ante la perfecta maquinaria de la parte final, que no casualmente es la que tiene más historias, las más complejas y mejor trabajadas, y en donde acomoda los relatos con mayor extensión hasta llegar a la contundente última página de un libro que a más de uno nos deja con una cariñosa maldición en la boca (dirigida a él) y con esa sensación bien descrita por Rodrigo Fresán, de lamentar enormemente no haber sido uno el que escribió esas ficciones y a la vez agradecer con pasión que Edilberto sea el que las haya escrito tan bien.

Edilberto podrá no haber nacido en alguno de los cuatro Barrios de esta ciudad, pero yo ya no entiendo mis lecturas sin él, y a mi ciudad sin sus obsesiones.


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