Si bien no soy un asistente regular a los partidos de futbol; he visto algunos encuentros desde la tribuna. Además de recordar algunos buenos goles y jugadas espectaculares, llevo en la memoria por lo menos tres escenas protagonizadas por el público.
La primera escena ocurre durante un partido de temporada regular. Hay poca gente en las tribunas; sin embargo, es claro que los seguidores de cada equipo están en zonas distintas, prefieren no mezclarse. Tres jóvenes dividen su atención entre el juego y una cubeta llena de cervezas frente a ellos. Conforme se vacía la cubeta, el vocabulario de los espectadores se afila y especializa. También aumenta el volumen de sus voces. Para el medio tiempo, están convertidos en sonoras máquinas de insultos. Jugadores, entrenadores y árbitros -da lo mismo-, todos son atacados con insultos repetitivos seguidos de carcajadas, también repetidas. Al inicio del segundo tiempo, una señora, sentada en el área de los aficionados al equipo contrario, parece decidida a equilibrar las cosas. Utiliza menos adjetivos, ella prefiere llamar a los jugadores simplemente “nenas” -insisto, es una señora la que ha entrado en escena-. Casi al terminar el encuentro, ni ellos ni ella siguen comentando las jugadas, el asunto ahora es insultarse mutuamente. Han mudado su atención del partido al enemigo real, el otro, el que no le va a su equipo. Los jóvenes apuntan sus groserías, ahora de un sexismo salvaje, contra la señora; ella responde con el catálogo completo de sinónimos vulgares de la palabra “homosexual”.
La segunda escena sucede cuando veo un partido de cuartos de final. Las tribunas no se han llenado, pero hay mucha gente. Unas filas arriba de mí, en una zona poco saturada, un hombre de unos 65 años observa solo el partido. Es una isla. Es el único que viste los colores de su equipo. Las quince o veinte personas más cercanas a él son un mar de playeras “enemigas”. Y se lo hacen saber. Sin descanso, minuto a minuto, recibe la presión de la manada. A pesar de su edad, los uniformados se turnan para gritarle y burlarse; no hay contacto físico. Al medio tiempo, el ambiente es ya imposible, cada jugada es un pretexto para opinar sobre la inteligencia del hombre solo; cada opinión más burda que la anterior. El segundo tiempo ocurre sólo como ambientación para el verdadero divertimento, seguir atacando al único que se sentó en el lugar equivocado. Mucho antes del pitazo final él se rinde, se retira en medio de aplausos.
La tercera escena es un prólogo. Es el primer partido de la temporada. He llegado temprano, este juego lo veré desde la primera fila. Pero entre torneo y torneo se han hecho modificaciones a las instalaciones. Antes se podía ver el encuentro directamente, no había barreras entre la tribuna y la cancha. Ahora hay postes y una barrera entre nosotros y el campo de juego. Otro madrugador me cuenta el último partido fue un desastre, una jugada de falta sin mucha importancia sirvió como detonante para un festival de golpes entre los aficionados. El problema creció a tal grado que muchos de ellos invadieron la cancha y la adaptaron como arena de pancracio. El descontrol fue total. Por eso ahora hay vigilantes que nos recuerdan constantemente a dónde no podemos ir, por eso ahora hay una barrera. Lo curioso de aquel incidente, termina mi informante, fue que los jugadores no se confrontaron, la falta que había dado inicio a todo no había sido grave, el afectado no protestó mucho y el que la cometió pidió disculpas inmediatamente.
Los partidos durante los que sucedieron los incidentes que he contado fueron, los tres, particularmente pacíficos. Sé que los ánimos en un juego suelen caldearse, no negaré que me ha tocado ver desde simples roces y miradas enojadas, hasta empujones y golpes entre futbolistas profesionales. Pero en los tres que he mencionado, los jugadores fueron siempre respetuosos, nadie insultó al árbitro, las faltas nunca generaron corillos enfurecidos a punto de pleito. Nadie cometió una falta con saña. Dos de los juegos fueron verdaderas golizas y en los dos casos, los ganadores abrazaron a los derrotados y los confortaron. El otro juego, me contó mi amigo reciente, también había sido bastante apacible, y los jugadores habían participado en la pelea sólo para separar a los rijosos.
Quizá esta irregular armonía se deba a que los partidos eran parte de una liga infantil. Todos los jugadores eran menores de doce años. El público estaba formado por sus familiares. Por cierto, el hombre de 65 años era el abuelo de uno de los niños.
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