En Limónov, quizá una de las mejores novelas del nuevo siglo, Emmanuel Carrére repara en una tradición rusa con correlatos en múltiples culturas. Los zapói algo tienen en común con nuestro maratón Guadalupe-Reyes: “Zapói es un asunto serio, no una cruda de una noche que se paga, como en mi país, con una resaca al día siguiente. Zapói es pasar varios días borracho, vagar de un lugar a otro, subir en trenes sin saber a dónde van, confiar en los secretos más íntimos a desconocidos casuales, olvidar todo lo que has dicho y has hecho: una especie de viaje” (p. 48).
La borrachera y su blackout ilustran de manera a veces dramática, otras veces graciosa, nuestras cotidianas desmemorias. Nuestra primera desmemoria tiene una raíz infantil: hemos olvidado casi todo lo que nos aconteció durante nuestros primeros años. Nuestro sistema de memoria en la edad adulta es otro del que disponíamos en la infancia. También existen amnesias transitorias, causadas por conmoción cerebral, jaqueca, disminución de glucosa en la sangre, epilepsia e interrupción del flujo sanguíneo en diversas zonas cerebrales. Pero todas y todos sufrimos amnesias diarias: incapacidad para recordar el nombre o rostro de alguna persona, el lugar en el que estacionamos el automóvil, el teléfono de la oficina al que pocas veces llamamos o algún ingrediente de una receta que nos enseñó la abuela en la adolescencia. Quizá sea la vejez, no sólo los zapói, la principal enemiga de la memoria. Aunque nuestras desmemorias suelen ser normales, en ocasiones dan lugar a problemas incapacitantes, denominados por los especialistas como “trastornos de la memoria”.
Ahora (casi) todas y todos lo sabemos (al menos, disponemos ya de los datos relevantes): la memoria se aloja en el encéfalo, en todas las estructuras dentro de la cavidad craneana. También sabemos que existen distintos tipos de memoria, con distintos correlatos físicos: la memoria implícita -importantísima para realizar las más básicas de nuestras funciones-, y la explícita -la cual se divide en memoria episódica y semántica. También conocemos la importante distinción entre la memoria a corto y largo plazo. De igual modo, las desmemorias incapacitantes son distintas: desde el deterioro progresivo y mortal de la memoria, conocido como enfermedad de Alzheimer, las amnesias retrógradas y anterógradas, así como la apraxia. Todo esto lo hemos llegado a saber gracias a que hemos entendido que a la mente se le estudia como a cualquier otra cosa del mundo, por lo que el origen de la memoria -esa facultad del alma, como gustaban considerarla los primeros filósofos- es orgánico: depende de órganos o áreas específicas cerebrales.
Cierto es que desde el siglo XVII y XVIII con Anton Van Leeuwenhoek, en el XIX con Theodor Schwann, y a inicios del XX con Camilo Golgi, existieron serios avances en el estudio natural de la memoria. Pero hasta 1970 seguía habiendo resistencia a su estudio científico -la resistencia de quienes siguen pensando la mente como “alma”, ese fantasma inmaterial responsable de todo aquello que no es fácil de observar a ojo desnudo.
En sus Chroniques de science improbable, Pierre Barthélémy repara en un curioso experimento llevado a cabo en 1970 y publicado en la célebre revista Nature. Hasta ese entonces aún existían dos hipótesis en competencia para dar cuenta de lo que sucedía después de un zapói o después del Guadalupe-Reyes: se pensaba que, o bien el alcohol, al perturbar el funcionamiento del hipocampo, impedía la memorización de los acontecimientos; o bien, los responsables de nuestra desmemoria al día siguiente de la borrachera eran la ansiedad y el sentimiento de culpa. Las neurociencias, hasta inicio de los setenta, seguían librando una batalla con la psicología por el trono del estudio de la mente. El experimento que reunió bebedores tacaños y empedernidos, como podrán imaginar, reveló que la primera hipótesis era la correcta. En particular, los autores del estudio descubrieron que los amnésicos eran los que asimilaban con más lentitud el alcohol, lo que daba la victoria en verosimilitud a la hipótesis fisiológica. A veces reparo en mi deseo de seguir investigando en esa línea: borrachos no faltaran, al menos, para seguir experimentando.
*La editorial de la Universidad Autónoma de Aguascalientes, dirigida excepcionalmente por Martha Esparza Ramírez, ha tenido una muy buena iniciativa: la publicación electrónica (esperemos que pronto impresa) y gratuita de una colección de divulgación. Entre los títulos publicados al día de hoy, unos mucho mejores que otros, encontramos ¿Qué es bueno para la memoria?, de José Luis Quintanar Stephano, Denisse Calderón Vallejo y Marina Liliana González Torres. El libro es ameno, profundo, serio e interesante. José Luis Quintanar y su equipo de investigación son, también, ejemplos de la investigación más seria que se realiza en la entidad. Si le interesan la memoria y nuestras desmemorias, así como el estudio científico de la mente, haría bien en leer esta excelente publicación. Además, ¡es gratis!: https://goo.gl/KhC2gr
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