Para Jesús S.
Nuestros libros fundacionales presentan mitos paralelos. Lo sabemos: Atenas, Jerusalén, Roma…, están construidas bajo los mismos cimientos. Uno de esos mitos está presente tanto en la Ilíada como en la Biblia. La historia de Belerofonte, por un lado, y de Caín, por el otro, nos indican ya una pauta moral tanto en el pueblo griego como en el judío. La errancia como castigo máximo: “Mas cuando Belerofonte odioso se hizo a todos los dioses, entonces, en verdad, andaba errante y solo por la llanura Alea, concomiéndose el alma y evitando la huella de los hombres” (Ilíada 6.200-203); “Y Yahvé puso una señal a Caín para que nadie que lo encontrase lo atacara. Caín dejó la presencia de Yahvé y se estableció en el país de Nod, al oriente de Edén” (Génesis 4, 14-16). Tanto Caín como Belerofonte portan señales acerca de su muerte, no pueden ser muertos por enemigos, son odiosos a los ojos de la divinidad y se alojan finalmente en un país: Nod y Alea. Pero ¿dónde se encuentran Nod y Alea? La edición anotada de la Biblia de Jerusalén nos da una pista: “Nod: país desconocido, cuyo nombre recuerda el epíteto dado a Caín, “errante”, nâd, en el país de Nôd”. De igual manera, la edición crítica de la Ilíada de Antonio López Eire nos responde con respecto a Belerofonte: “Alea: posiblemente nombre inventado por el poeta, que creó una denominación de la misma raíz que la de la forma verbal alâto, ‘andaba errante’, como adjetivo de alê, ‘vagabundeo’, ‘extravío’”. El propio Sócrates -padre de Occidente- prefiere la muerte al exilio. El judío errante -símbolo de un pueblo, personaje literario y hasta cómico (Joseph Roth lo ha condensado como nadie)- surge del castigo a aquél que negó agua para beber a Cristo cuando caminaba hacia la cruz.
Si la errancia y el vagabundeo se presentan como la máxima pena, la recompensa debe estar en la casa, el hogar, la ciudad: en la comunidad. El errante es un individuo, el ciudadano es alguien en tanto es parte de la communio. No resulta extraño que los teólogos más progresistas en el Concilio Vaticano II buscaran cambiar el énfasis de la ecclesia (vertical y jerárquica) a la communio (horizontal y comunitaria). Las virtudes homéricas son domésticas. El nombre no basta para referir a un sujeto, hace falta su ascendencia y su rol social. El errante -procedente de la raza de Caín- para algunos es incómodo socialmente. Y lo ha sido hasta el presente cercano. Michel Onfray así lo señala: “Todas las ideologías dominantes ejercen su control, su dominación, entiéndase su violencia, sobre el nómada. Los imperios se constituyen siempre sobre la reducción a la nada de figuras errantes o pueblos móviles” (Teoría del viaje, p. 16). A los errantes siempre se les ha reprochado ser irreducibles a la comunidad, imposibles de dirigir o gobernar.
El individuo es un invento moderno, pero con raíces romanas y griegas. En el cinismo de Diógenes y en el pluralismo de Marco Aurelio surge para inmediatamente extinguirse. Es con el individuo moderno que la errancia no sólo deja de ser un castigo, se convierte en un fin en sí mismo, en una virtud: el cosmopolitismo. El viajante, vagabundo, giróvago, paseante…, se convierte en un paradigma existencial. Las raíces comunitarias son intercambiadas por la errancia curiosa. Viajar como símbolo de tomar la vida en las propias manos. El viajar como estrategia epistemológica: viajar para conocer. Otra vez Onfray: “El viajero concentra esos tropismos milenarios: el gusto por el movimiento, la pasión por el cambio, el deseo ferviente de movilidad, la incapacidad visceral de la comunión gregaria, la furia de la independencia, el culto a la libertad y la pasión por la improvisación de sus menores gestos y acciones, ama su capricho más que el de la sociedad, en la que se comporta a la manera de un extranjero, aprecia su autonomía claramente situada por encima de la salvación de la ciudad que habita como actor de una obra cuyo carácter de farsa no desconoce” (p. 17).
¿Será cierto? ¿Cada una y uno de nosotros o es un nómada o es un sedentario? ¿Es en verdad una disyunción excluyente? ¿En cada uno de nosotros o se concentra el imperio del viaje o la comodidad de las raíces? No sólo estamos frente a una batalla existencial, sino frente a una moral y política. Las luchas entre el liberalismo y las borracheras comunitaristas perduran en publicaciones especializadas, así como en el imaginario popular. Revisten nombres de toda índole: egoísmo, individualismo, progresismo, globalización, o bien indigenismo, anticolonialismo, proteccionismo, nacionalismo y otras tantas más agrias que dulces. Lo cierto es que no pienso que la disyunción tenga que ser excluyente.
Los románticos ingleses del XIX lograron vendernos a un héroe hoy poco recordado. Ese héroe romántico, recuperado por Chesterton en su Ortodoxia, partía a un viaje en el cual sin saberlo llegaría a su propia casa: “¿Qué pudiéramos hacer para llegar a sentirnos, a la vez, tan admirados del mundo como acostumbrados al mundo? ¿De qué modo esta ciudad grotesca y monstruosa, con sus múltiples pies y sus viejas y deformes lámparas, de qué modo todo este mundo podrá causarnos las fascinaciones de la tierra desconocida, junto con la tranquilidad y honor de la propia tierra?” (1987; pp. 10-11). No deberían dejar de resonar estas preguntas de Chesterton. Mi respuesta a ellas, que no es la misma que la del creador del Padre Brown, vincula el conocimiento con el viaje. Es la ciencia y la literatura -qué otras cosas podrían serlo- las que nos permiten mirar con nuevos y renovados ojos la propia casa. El cosmopolitismo, en tanto virtud, lo es del paseante sólo indirectamente. Ante todo, es una virtud intelectual, no práctica. No es una condición necesaria para el pluralismo mental el viajar, aunque sin duda ayude. No sólo es el viaje una estrategia epistemológica, sino la lectura, el pensamiento, la reflexión. Podemos ver los confines del mundo -a muchos se les olvida- sentados en el cómodo sillón del hogar, incluso tomando un té, o en el laboratorio. Si no me creen, pueden leer al viejo Kant.
[email protected] | /gensollen |@MarioGensollen