La música, por su brevedad, sus facilidades tecnológicas, sus alcances fáciles y lúdicos, es más fácil de dominar por el mercado. Parece imposible que exista la música sin la pachocha. ¿Cuántas rolitas serán realmente nuestro gusto en vez de una forma de socialización, de camuflaje para sobrevivir en nuestro entorno? Las demasiadas canciones. Los acordes que nos hacen felices son una fórmula aderezada por el estilacho de los intérpretes, unas más que otras, si no me creen empiecen a fijarse cuando juegas a los covers con tus cuates.
El arte de una canción está en las voces, la ruptura de los instrumentos, el performance en vivo que crea una historia o desarrolla un mito. Para que la fórmula funcione, el oyente debe estar dispuesto a anexar la canción a su vida, a sus experiencias. Apropiarse de una melodía es más fácil que descubrirla adormecida en un descuido de existencia.
No debería ser extraño que naciera La ingrata en la 1994. A su vez, tampoco debería ser una sorpresa que sus autores la abandonen. Pero queremos opinar. Las posturas extremistas y recalcitrantes sólo alimentan al monstruo del mercado, la búsqueda de la relevancia. El mercado es dios: en su momento, la canción era irreverente y sabrosa; el chilango bromista y pachucón robándose un pedacito norteño. La ironía y la malhechura de la canción la convertían en un desafío, la resistencia. Ojos de nuevos pesos, kachink. Es imposible tomarse la canción en serio, pero algunos todavía lo intentan después de media pachita de Tonayán y le lloran a sus fracasos sentimentales. Cuántos no tienen en sus recuerdos los gritos callejeros de sus amigos cantando esa madre.
Pero los siglos cambian. La cuenta de las muertas obliga a examinar discursos y actitudes. Y esas cuentas, es chafón, pero también venden. El mercado exige su tajada. Café Tacuba siempre fue conocido por su modo guapachoso de hacer las cosas. En vez de anunciar que están evaluando la posibilidad de convertirse en buenos muchachos, quizás el retiro silencioso de la canción o una sorpresiva reescritura de la rola hubiera parecido un movimiento más sincero. Modos de hacer las cosas. Alguien está ganando lana con esta discusión, no sabemos quién, pero debe estar muy agradecido. O agradecida. La ingrata, ojalá puedan perdonarme, a pesar de su griterío y su irreverencia, nunca dio más allá de eso y sólo está obligando a opiniones mutiladas, vergonzosas y razonamientos vagos. La canción no es tu infancia, no es tu juventud perdida, pero, me duele tener que decirlo, tampoco es una apología al feminicidio. La canción es una broma, y sigue bromeando.
Cualquier pieza artística completa sus posibilidades no sólo cuando afecta profundamente al espectador (el lector que llora, el oyente canta, la mujer se tapa el rostro frente a una pintura) pero también cuando nos presenta una crítica (¿por qué lloro? ¿por qué canto? ¿por qué ya no quiero verlo?). Examinar una pieza después del golpe es estar dispuesto a confrontarse a uno mismo. El mercado suele vestir sus productos de un sentimentalismo exacerbado para que evitemos la crítica y sigamos consumiendo (y rechazando) de la misma manera simplona en la que nos venden las cosas. Al final, la verdadera resistencia es detenerse, es rechazar los discursos fáciles y enriquecer la discusión con más preguntas y estar dispuestos a mirarnos en el espejo. No dejes que te roben la voz por una trivialidad. Quizás, un poco más de trabajo, y podemos superar dos obviedades: La ingrata no es un testamento de nuestra humanidad, nuestro país, nuestra historia pero tampoco La ingrata es el himno de los asesinos y el genocida que estábamos buscando. La cultura no es un escupitajo en la banqueta, pero detenerse a mirarlo y antes de limpiarlo, preguntarse cómo llegó ahí. La cultura es el proceso de descubrir por qué somos.