Luto / Pero qué necesidad - LJA Aguascalientes
21/11/2024

 

–¿Supieron? Un niño le disparó a su maestra y compañeros en una escuela de Monterrey -nos dijo mi colega miss de danza mientras bebíamos café y revisábamos cuadernos en la sala de profesores de secundaria, durante el recreo. No, no sabíamos. Habíamos estado toda la mañana dando clases sin pausas y en esta dinámica que es por sí misma un universo, suele pasar que no nos enteramos de lo que sucede allá afuera hasta después de que dan el timbre de salida.

Mi compañera sólo había escuchado en la radio que era un alumno de secundaria y que había sido certero al usar el arma que llevaba consigo. Datos más que suficientes para cimbrarnos enteros, para sentirnos irremediablemente involucrados, para que se escapara una que otra sonrisa nerviosa y desencajada cuando algún profesor no atinó más que a insinuar algo sobre poner a remojar nuestras propias barbas, aunque no se trataba de nosotros.

Aunque tal vez sí se trate de nosotros.

Soy profesora de español en secundaria desde 2006 y eso quiere decir que llevo casi once años intentando alcanzar algo de claridad entre lo complejo que resulta hacerse cargo de tantas cosas simultáneamente. Y desde aquí hablo. Desde la maravilla de tener en mis manos la posibilidad de ejercer cierta influencia positiva en los estudiantes, aunque esa influencia sea tramposa porque básicamente la educación se trata de regentearles el conocimiento que la adultez ha convenido obligatorio que adquieran. Y desde lo doloroso que es saber que un error en el trato con adolescentes puede significar haberle hecho a alguien un daño que ya no se está en condiciones de reparar.

Como la vez que, a poco tiempo de haber comenzado a dar clases y con todas las ínfulas de haberle entendido ya al asunto, rompí en llanto cuando un alumno me recordó una cosa muy cruel que yo le había dicho al pasar y a la que no di importancia, pero que a él se le había quedado grabada y aún le dolía. Lo que más me impactó entonces fue el descuido ante mi propia violencia y éste es un mecanismo que reconozco también en otros adultos, siempre con la angustia de no saber cuándo es ya demasiado tarde para reconocerlo.

Por eso, después de escuchar a mi colega miss de danza darnos la terrible noticia, no podía dejar de preguntarme qué tuvo que haber pasado en los entornos próximos al joven agresor de Monterrey para que resultara en lo que resultó; lo más cercano que tenía en mente era el documental Bowling for Columbine, de Michael Moore, o ese libro titulado Escuelas que matan que me puso el filtro indeleble del clima de agresión que casi de facto se crea en el ámbito educativo hacia niños y jóvenes, quienes deberían ser sus protagonistas felices. Y como nunca antes en sucesos que involucran muertes y personas heridas, ahora con el agravante de que se trataba de menores de edad, lamento confesar que busqué y vi el video de la tragedia que circula en redes. Sólo sentí que debía hacerlo.

Reconocí de inmediato el tipo de grabación que reproducen también las cámaras en mi escuela, puestas por recomendación expresa de instancias educativas para intentar evitar y solucionar, aunque sea con código Big Brother, problemas que nos rebasan como el acoso, el maltrato y el robo en las aulas. Pero no esperaría asociar esa pantalla familiar con el horror indescriptible de la escena que no se me quitará nunca de la cabeza pero que me permitió estar más cerca de dimensionar y de ver, ver en serio, que esto no es una historia de ficción. Que hay una fuerte tendencia a la invisibilización de las y los jóvenes. Que no hay edad para sentir un rencor desbordado y actuar en consecuencia. Que se pudo haber evitado. Que se pudo haber evitado. Que se pudo haber evitado. Y que nos tenemos que hacer cargo de todo ello.

No sé si la juventud implique por naturaleza o por lógica mayor generosidad y nobleza que la adultez, ni sé si esto tenga que ver con que en alguna vuelta del calendario parecemos olvidar que también tuvimos una niñez y una adolescencia en la que (a veces, casi siempre, siempre) sentimos que todo estaba puesto para que no pudieran entendernos, pero lo archivamos y lo reducimos a asegurar que tuvimos una infancia feliz o mediana o difícil pero superable, que en nuestros tiempos era todo mejor, que los problemas adolescentes son pequeños y tontos a comparación de los adultos, lo que sea que nos dé tranquilidad y autoridad moral para decir a las nuevas generaciones cómo deben ser, como si nunca hubiéramos tenido que lidiar con la agresividad, el dolor y el terror de no ser considerados suficientemente personas por aquellos de quienes dependemos.


Tampoco sé si el amor a carretonadas sea la solución, no. Me asquea pensar que si hoy se asegura en todos lados que lo que se necesita es escuchar a los jóvenes, mañana andemos por ahí, exagerando el papel de buenos samaritanos a fuerza de atosigarles con preguntas literales, superficiales y bobas nada más para quitarnos el cargo de conciencia: “¿Cómo te sientes?”, “¿qué te preocupa?”, “¿hay algo que me quieras decir?”, o abrazándolos en actitud peliculesca, o plantándonos junto a ellos sin siquiera preguntar si están de acuerdo; a lo que probablemente seguirá una respuesta críptica, forzada o hastiada que nada solucionará, porque no se trata de ponerle parches mal hechos a una herida ancestral que lo primero que necesita es aire. Estar expuesta, dolernos, no dejarnos dormir, incomodarnos y hacernos pensar distinto. Actuar distinto.

No necesitamos conclusiones, no aquí ni ahora. No podemos cerrar el asunto con frases definitivas ni afirmaciones apresuradas. No sé a ustedes, pero a mí lo que me pasa es que estoy harta de mí misma pensando que esto se trata de tal cosa y punto, autocitándome en las columnas en las que he hablado obsesivamente de la infancia y la educación, diciendo “claro, esto” y “claro, lo otro” bajo el simulacro de que hay que controlar la situación. Y la verdad es que no me siento en control sino llena de rabia y de miedo. Lo que me pasa es que reniego de un sistema en el que terminamos compitiendo por dar la explicación más exacta e inteligente al asesinato y suicidio cometido por una persona que dependía del mundo adulto, nuestro mundo, como si hubiera prisa por tapar el pozo en lugar de poner todos los esfuerzos en dejar de permitir, y hasta provocar, que los niños se ahoguen.

@alejandraemeuve


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