XXVII
No matter how many times that you told me you wanted to leave / No matter how many breaths that you took you still couldn’t breathe / No matter how many nights that you’d lie wide awake to the sound of the poison rain /Where did you go, where did you go, where did you go / As the days go by the night’s on fire / Tell me would you kill to save a life / Tell me would you kill to prove you’re right / Crash crash / Burn let it all burn / This hurricane’s chasing us all underground.
XXVIII
Estaba acostumbrada a ganar. Siempre
April Genevieve Tucholke)
La historia con la fotógrafa terminó mal. Llegaron a amenazarme a mi propia oficina. Alguien muchos más bajo, enfurecido, y alguien el doble de alto y el doble de ancho que yo, tranquilo, expectante, de brazos cruzados. Me quedé esperando una señal. Me callé. Todo lo que podría haber dicho no valía, por cobardía, mi integridad personal. La física. Cuando se fueron, después de hacerme repetir los compromisos unilaterales a que habíamos llegado, a los que me habían hecho llegar, me quedé temblando.
Sólo volví a verla otra vez. En los pasillos exteriores de un centro comercial en el centro de la ciudad. Ella estaba mirando zapatos, una afición que yo no conocía. O, quizá, estaba sin más parada ahí viendo entre los pares y más pares expuestos algo que su ojo captaba. Fue el único momento en mi vida en que me di cuenta de que el cine no miente. Jamás antes habían sonado violines cuando besaba a alguien, ni comenzado a llover de repente para estropear un día que parecía que no podía ir peor. Y, sin embargo, cuando volvimos a encontrarnos, cuando volví a mirar para asegurarme de que era ella y estaba allí parado hasta que se volteara si lo hacía, mientras el mundo seguía girando a la velocidad normal ella y yo estábamos detenidos. O, al revés, mientras el mundo se detenía, nosotros seguíamos a veinticuatro fotogramas, como el tatuaje de su brazo, hasta que seguimos nuestras vidas cotidianas. Ella frente al escaparate, yo bajando a toda prisa las escaleras.
Llegué a la oficina y escribí el único poema que he escrito en mi vida. “Take Care / Y me iré, lee alguien, / y seguirán los pájaros / cantando. // Cuídate, añade el hombre”. Alguien me dijo meses después que ella se había tatuado en la clavícula izquierda una sola palabra. “Void”.
Ella se enteró el mismo día del final abrupto con la fotógrafa. Llamó para solidarizarse.
–Lo siento.
Todavía no podía saber si lo decía en serio o había algo, quizá mucho, de ironía en su voz. Le pregunté.
–¿Lo sientes en serio o te alegras?
–Se les veía bien. Tiempo después a mitad de una discusión la sacó a colación sin más. “Hay veces en que echo de menos a la fotógrafa. Al hombre que eras con ella”.
–Sí. Veía, en pasado. Ese es el tiempo perfecto. Tenía ganas de decirle que ella seguía teniendo novio, el que la acompañaba a las lecturas. Pero su solidaridad conmigo no podía ser pagada con un desplante. –Ustedes se ven bien.
–Cuando peor estoy es cuando mejor me veo.
En unos días sería su cumpleaños, el último de los tres. Nunca le había preguntado a la fotógrafa, tal vez anticipando que no iba a vivirlo, cuando lo celebraba.
Antes de la fatídica noche coincidimos en la presentación de un libro. Ella, entre el público, escribiendo frenéticamente en su agenda, inspirada por las palabras de otros. Yo, por una invitación basada más en la amistad con el autor que con lo que pudiera decir del libro, en la mesa del estrado. Entre el público estaba también la amiga que nos había presentado y su novio dipsómano. Se fueron antes de que acabara el acto. Mi vista iba alternativamente de ella, yo pensaba que estaba escribiendo en su teléfono, a la mesa del vino de honor del que no alcanzaba a ver la marca.
Mis primeras palabras eran para ella. “Decir que toda poesía es conversación es una obviedad. Con uno mismo o con el otro, con ambos quizá, el poeta está siempre conversando. En los casos más extremos (pienso en Celán, pienso en la Dickinson) con el silencio”.
Ella, creo, también se fue antes del brindis. Aunque debió ser aquella presentación en la que conoció a quien le pediría que escribiera una columna para un periódico de otra ciudad. Debió quedarse pero no brindó conmigo. O tal vez sí pero yo no lo recuerdo.
Comenzó a entregarla y a publicarla a las pocas semanas. El título, visto en retrospectiva, estaba entre lo descriptivo y lo profético. “Duermo sola” hablaba de algo que le había pasado en la semana. Cuando alguien le comentaba semejante encabezado contestaba siempre refiriéndose a Montaigne. Como no la entendían, cambiaban de tema. Y añadía “a este paso seré la viejita de la montaña”. Nadie se molestaba en pedirle explicaciones.
“Terminas un libro de 430 páginas a las 11:53 pm de un domingo cualquiera. Después de cerrar Di su nombre de Francisco Goldman y pedir que se encuentre un poco menos adolorido por la muerte de su esposa, la vida se siente más apacible que nunca, piensas en la beca que por fin te han otorgado, sonríes, caes en un sueño sin pesadillas, espesa oscuridad sin demonios ni arañas, la muerte no parece importante por ahora. Eres feliz, ¿verdad?”
Llamé para felicitarla.
–Me alegro.
Fue escueta, extrañamente escueta en su respuesta.
–Gracias.
En aquel momento me percaté de la gran diferencia que hay entre los silencios de una conversación cara a cara y de los silencios por teléfono. Con la otra persona enfrente siempre queda algo, un movimiento de las manos, un mohín, una postura corporal, que leer; con la oreja pegada a un aparato no hay manera de analizar los momentos sin palabras. Me decidí a romperlo.
–Me gusta mucho el título. Aunque -hice una pausa- lo encuentro un poco trágico.
–Mi vida es trágica.
La interrumpí.
–Pero tienes novio. Habíamos tenido esa conversación, pero con la marcha de la fotógrafa ya no tenía respuesta. Hizo como que no había escuchado nada.
–Ya casi no. Retomó el tema de lo que escribía. –Iba a llamar a la columna “Duermo con cosas”. Libros, el gato, la agenda y una pluma. Todo sobre la cama. Pero, en realidad, abrió un paréntesis, y el gato no cuenta porque no duerme -continuó- al fin todos morimos y dormimos solos.
Últimamente, sobre todo en las llamadas a horas intempestivas hablaba mucho de la muerte.
Fue un día, en una llamada de esas de circunstancias, un nuevo libro, una película, algo que habíamos visto en la calle y queríamos compartir, cuando me lo dijo.
–Estoy enferma.
No pude evitar reírme. No de su enfermedad ni de ella, sino de lo absurdo de la situación. Intenté uno más del repertorio de chistes.
–¿Sabes? Era un gato que tenía dieciséis vidas. Lo atropelló un cuatro por cuatro y se murió.
Ella no pudo evitar reírse.
–Tonto.
Y volver a la seriedad.
–Muy enferma.
–Claro. Estás loca. Seguí hablando sin esperar su respuesta. –Pero no te preocupes. Todos estamos un poco locos. Todos -intenté asombrarla con mi cultura general- estamos en el DSM V, lo dice mi loquera.
Mientras intentaba entender su silencio me di cuenta de que no era silencio sino que había colgado. Volví a llamarla.
–Eres un imbécil.
No debería pedirle perdón pero lo hice.
–No creo llegar a noviembre del año que viene. Sé que no voy a llegar a mi próximo cumpleaños y tú te pones a contar chistes malos.
Decidí creer lo que me estaba diciendo.
–Lo siento.
Continuó.
–Eres la única, una de las pocas personas que lo sabe y ni siquiera me escuchas.
No podíamos evitar sonar a mal matrimonio en nuestras conversaciones. Intenté calmarla.
–Cuéntame.
–¿Para qué? ¿Para que me sueltes otra retahíla de chistes con gatos y muertes? La que se va a morir soy yo.
Pensé en algo que me había contado un día sobre un científico, un gato y una caja. Yo tampoco sabía nada si antes no metía la pata. Pero para saber qué va a pasar después de meterla hay que hacerlo y arriesgarse. Pensé en deportes. No pain, no gain. Pensé en que decirle. Me repetí.
–Cuéntame.
–Ya me quitaste las ganas. Iba a repetirme por tercera vez. Siguió hablando. –Esta tarde. En el sitio de siempre. ¿Paso a buscarte a la puerta de tu trabajo?
–No. Yo llego. -A pesar de su puntualidad, sabía que yo llegaría antes. –Te espero ahí. Sobre mi mesa seguía el libro que había intentado leer sin que lograra atraparme.
Cuando llegó aquella tarde me sorprendió, aunque puede que no lo hubiera hecho a propósito, con el collar que más me gustaba. El de los cubos. Ni siquiera nos besamos en la mejilla. Seguía encorajinada por mi falta de atención en la mañana.
–¿Qué estás leyendo?
No le contesté. Levanté el libro para que pudiera leer la portada.
–Eso somos. Una pandilla de imbéciles. Y anónimos. Deberíamos mandar hacernos unas playeras, aunque yo nunca uso playeras, que pongan eso. “Somos un par de imbéciles”. Y debajo, entre paréntesis, “anónimos”.
Por su cara durante el silencio que siguió deduje que quería contarme lo que no había podido en la mañana. Espere también en silencio. Me contó todo. Parecía grave. Era grave. Ni yo ni ella sabíamos qué tan grave.
La abracé y repetí la frase que ya se había convertido en nuestro estribillo. Todo saldrá bien. All shall be well. Todo saldrá bien. Ella contestó con una sola palabra.
–Juliana.
“Cuando tenía 9 años pensaba que la felicidad total llegaba justo al cumplir los 25. En mi caso, tendría un coche, una casa hermosa llena de vitrales y blancas paredes, el marido perfecto en medio de mucha luz a inicios de verano. Llegué a mis 26 dándome de topes contra las paredes de la casa de mis padres, el costo altísimo de un coche sacado de agencia, estudios de licenciatura bajo los cuales nunca he laborado y plantada en la realidad de que el marido perfecto no se ha materializado y yo misma no soy el prospecto de esposa perfecta”.
Del cumpleaños sólo sé lo que me han contado. Cuatro o cinco personas diferentes sin que yo preguntara me lo contaron. Ella fue la última. “Mi novio me pegó un puñetazo”. Contrasté su información con la mía. Tenía razón y no la tenía. Todo es según del color con que se mira. Y la palabra es siempre el peor cristal. Pensé en mi cumpleaños, en el suyo que no celebraría. Pensé en abril. Pensé en octubre. Dejé de pensar. Volví a pensar. En el libro que le había regalado. Todos somos imbéciles. Todos lo somos en algún momento. Lo mejor es que siempre, en cualquier circunstancia, en cualquier tiempo, acabamos por ser anónimos.
“Para mí sólo pido que entiendan que a veces estoy lejana y dolorosa como si hubiera muerto”.
Nunca supimos qué quería decir exactamente. Yo, mientras, me preguntaba quién más sabría lo de su enfermedad.
Lenta y dolorosa. Lenta y dolorosa. Lenta y dolorosa. Tres veces. Como las asperjadas que quién sabe si esta vez nos salvarían. Que quién sabe si esta vez la salvarían. Que quién sabe si esta vez me salvarían.