En fecha reciente, a un pastelillo de chocolate se le cambió el nombre. Se llamaba Negrito y la imagen que lo identificaba era la caricatura de un niño negro con abundante cabellera esponjada al estilo afro. Pero resulta que a alguien le pareció que el nombre era racista. Ahora el panecillo se llama Nito, sigue siendo el mismo y la caricatura es exactamente la misma. Peor aún, en la televisión lanzaron una campaña promocional con el nuevo nombre y la chica que lo anuncia es una muchacha blanca que se pone una peluca tipo afro. Quisieron verse muy antirracistas y el resultado fue una torpeza. En Estados Unidos, para este Halloween, algunos grupos civiles defensores de los derechos humanos pidieron a los celebrantes no vestirse de pieles rojas, nativos africanos, mariachis mexicanos, esquimales ni ninguna otra etnia. Porque ello representaría una afrenta a tales grupos sociales. Por supuesto, siempre y cuando tales disfraces correspondieran a la minoría, porque no se prohibió que se vistieran de guerreros vikingos, gaiteros escoceses, american cowboys o valkirias alemanas. En Panamá habita una gran población de residentes originarios de la India, a quienes no se les llama indios porque ello los igualaría con los nativos de América que inmerecidamente recibieron tal nombre y desde luego los colocaría en una categoría baja, tampoco se les llama hindúes. Se les conoce como indostanos, nombre que ellos rechazan, pero de todas maneras así se les llama. En México les llamamos chinos a todos los orientales sin fijarnos si son japoneses, coreanos, indonesios, taiwaneses o chinos. Todavía más, a una persona de origen afro que tenga el cabello rizado tal vez le apodemos el Chino, sin saber cual es la razón por la que, en nuestro país, y solamente en el nuestro, a los rizados les decimos chinos. Es casi imposible que una persona se refiera a alguien como “negro” ya que por lo general le decimos “negrito” para no ofenderlo, sin darnos cuenta de que el diminutivo también es peyorativo, porque le minimiza. Turistas nacionales e internacionales visitamos Chiapas y nos maravillamos de ver a los chamulas, tzotziles y tzetzales, compramos sus artesanías y les tomamos fotos ya que son muy pintorescos. Igual hacemos con los tarahumaras, los huicholes y muchos otros. Pero pocos, muy pocos hacen algo real para ayudarles. Esa simpatía expresada con actitudes y discursos muy apoyadores también es racismo de palabra. Al regresar del viaje ya no nos acordamos de ellos, pero siempre seguimos confiando que seguirán siendo indios y vistiéndose como tales, para que el turismo no se acabe. Seguramente recordarán el escándalo que se armó porque Correos de México expidió un timbre postal con la figura de Memín Pinguín, un famosísimo personaje de comics. El problema es que el chiquillo es negro. Pero a nadie le mortificó al asunto durante los muchos años que el pasquín fue un extraordinario éxito de ventas. O sea que en México nos encanta decir que no somos racistas porque aceptamos a todo el mundo y no rechazamos a nadie. Otros países dicen lo mismo que nosotros, pero a todos, el racismo gramatical nos traiciona. Nos fijamos más en lo que decimos que en lo que hacemos. Somos muy cuidadosos de no ofender con la palabra y hechos menores e intrascendentes, pero olvidamos la verdadera intolerancia, la de los hechos mayores. Tal vez el consuelo pudiera estar en que lo mismo sucede en todo el mundo. A fin de cuentas, mal de muchos, consuelo de ignorantes. La solución podría estar a nivel personal, en aquel aporte.