Do the right thing, do the right thing.
Do it all the time, do it all the time.
Make yourself right, never mind ’em.
Don’t you know you’re not the only one suffering?
Ages and Ages – Divisionary (Do the Right Thing)
Van a dar las cuatro de la mañana. Un muchacho allana a hurtadillas una casa habitada por dos mujeres, un bebé y un hombre en silla de ruedas. Es de madrugada en una colonia popular. Una vez dentro, el muchacho se apresta a seleccionar artículos para robarlos. Ya ha robado antes; apenas hace una semana que salió del Cereso luego de un año y tres meses de reclusión por robo calificado. Evidentemente no logramos “reinsertarlo” a la sociedad. En el barrio era conocido por sus pillerías. Hace ruido durante el allanamiento y la sustracción del botín. No cuenta con que -justo esa noche-, luego de trabajar en aquella casa haciendo trabajos de costura, otra mujer dormía en la sala. Ésta se despierta y lo increpa. Él, con la suficiencia que le dan la sorpresa y la fortaleza física de sus 23 años, la golpea y la somete. Forcejean. Ella grita. Las otras dos mujeres se despiertan, intentan ayudar a su compañera. También el hombre de la silla de ruedas abandona el sueño por los gritos, pero su condición solo le ata a la angustia. En un momento dado, nadie se ocupa del bebé. Las tres mujeres son golpeadas por el atacante, éstas se defienden con lo que tienen a la mano: algún sartén, un ladrillo, quizá unas tijeras o un cuchillo. Se impone la superioridad numérica y el muchacho es abatido, sometido, y -en la escaramuza de defensa- herido de muerte. Las mujeres lo maniatan previendo que se levante y llaman a la policía. La policía llama a la ambulancia. Hacia las 5:30 de la mañana, los de la ambulancia confirman que el cuerpo del muchacho no resistió la fuerza con la que sus víctimas lo inhabilitaron para protegerse. Un poco antes del alba, en torno a esa casa de un fraccionamiento popular, hay agentes, paramédicos, servicios periciales, vecinos que murmuran acerca de la camioneta del Semefo; hay también un cadáver en el patio trasero; dentro, hay un hombre en silla de ruedas y un bebé anegados en la zozobra, y tres mujeres detenidas para ser interrogadas para luego deslindarlas del delito de homicidio al acreditar la legítima defensa.
–Pos sí era ratero, pero no se pasaba de verga con la gente-, dice algún familiar del fallecido, a modo de una rara dispensa. Por el comprensible dolor del deudo, no repara en la carga de macabro humor involuntario contenida en su dicho. En los medios de comunicación y las redes sociales, otros cercanos al finado repudian los golpes que le propinaron al ladrón, que lo hayan maniatado, que finalmente -en el choque de fuerzas- haya muerto porque sus víctimas se defendieron. Algunos de los deudos, incluso, amenazan con “vengarse” de las agredidas, con devastarles aún más su casa y sus vidas. Son vecinos, viven en la misma calle, se conocen al menos de vista. Esa comunidad se ha roto de la peor manera, y los deudos quieren el ojo por ojo, sin siquiera darse cuenta de las lindes entre la justicia y la venganza. En contraparte, en medios y redes, la población se mostró claramente del lado de las víctimas. Habría sido inconcebible que no les acreditaran la legítima defensa y que tuvieran que pagar con pena corporal el presunto delito de homicidio. Sin embargo, en estas expresiones de inopia que suele tener la vox populi, el discurso popular se volcó con sevicia y ferocidad contra el ladrón y los deudos de éste: exhibieron una gala de resentimiento y clasismo, el dedo flamígero presto al juicio, e hicieron apología del linchamiento a los criminales, de la justicia por mano propia, de la validez de los “vengadores” y los “justicieros” populares. Y… ¿Las autoridades, y la responsabilidad del Estado? Bien, gracias, ahí atorados en la encrucijada de la realidad, sin atinar cómo prever y evitar que la sangre de sus ciudadanos llegue al río.
Todos estos sucesos se dan en un ambiente equivalente a fumar dentro de la bodega de la pólvora. En Aguascalientes ya ha habido intentos de linchamiento a criminales; ya han dejado a alguno inconsciente, amarrado y violentamente golpeado dentro de un contenedor de basura; ya ha habido perfiles de Facebook que alientan la “autodefensa” urbana, seguidos por no pocas personas dispuestas a la violencia. En este marco, hay un movimiento reaccionario contra los derechos humanos, por considerar que se privilegia el derecho del victimario sobre el de la víctima. También se revive el debate por la propuesta del senador José Luis Preciado sobre la ampliación de permisos para portación de armas a civiles; claro –sólo a la gente decente, nada más-, defiende el senador. En la misma tónica, desde la alcaldía capital se propone la colocación de chips de geolocalización a ex convictos para prevenir la reincidencia. Así, mediante un estigma reconocible digitalmente, podríamos distinguir fácilmente quiénes son y dónde están los “traviesos” para poder tenerlos a mira. No sé si nos damos cuenta, pero con esta visión de “nosotros los buenos y ustedes los malos” estamos cerca de una distopía. Con esta tendencia, si tuviésemos mayor acceso a la tecnología de manipulación genética, iríamos rápido a la eugenesia y a la depuración totalitaria de las manzanas que la misma comunidad dejó podrirse. Lo peor es que esta postura ideológica contraria a la universalización de los derechos humanos ni es nueva ni es impopular ni se está previniendo de ninguna manera.
¿Por qué algo tan atroz como la segregación totalitaria basada en motivos de clase o grupo social cunde tan favorablemente en la comunidad y en la clase política? ¿Por qué no asumimos que la proliferación de la delincuencia es una falla del Estado por la que los delincuentes también son víctimas de la pobreza y la falta de oportunidades equitativas? Porque, tanto para la clase política como para la vox populi, eso siempre será más fácil que comprometerse con políticas y acciones comunitarias de profundidad para la reinserción social de los delincuentes, con la prevención inteligente del delito, con la garantía de los derechos humanos de todos los ciudadanos, con la distribución equitativa de la riqueza, con la educación cívica y ética, y -en suma- con la reparación del muy lacerado tejido social. Si un muchacho muere porque, al haber encontrado en el robo un modo de vida, sus víctimas se defendieron de la agresión; esa muerte nos salpica de sangre a todos. Pero somos incapaces de verlo y, menos aún, de hacer algo para que no vuelva a suceder.
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