Mi relación con Shakespeare es un poco extraña. Es cierto que alguna vez estudié letras inglesas; tuve que leerlo, escucharlo en voz de Alfredo Michel y además me presenté a un par de conferencias sugerentes, reveladoras, pero eso sólo fue una fracción de mi vida. He tenido amigos que estudiaron teatro y cuando me han invitado a ver alguna obra (Titus Andronicus, La tempestad) nunca me he negado porque sé que al final algo me va a pasar. Incluso, yo mismo, cuando era un mocoso, estuve en un modesto grupito teatral y lo actué (muy mal) un par de veces, prefería verlo en los cuerpos de gente que ya lo conocía.
Siempre me ha parecido que soy un testigo de Shakespeare, pero uno muy apartado, poco activo. Me deleita escuchar el intercambio entre sus personajes, enfermar después con un serio caso de rimitis y soy feliz de presenciar sus milagros (en estructura, en personajes), pero no lo busco activamente. Me gusta que Shakespeare sea una eventualidad. Siento, pues, de algún modo que si empezara a dedicar mi vida a perseguir sus obras y me ha costado algo de trabajo ser yo como para que uno o dos actos hagan mellas irreparables.
Una verdad: los biógrafos hablan de la cualidad mágica o divina de Shakespeare por su capacidad de transformar a la gente en otros. El Bardo tiene una cualidad no sólo para la catársis sino la transmutación (o la traducción, como dice uno de los personajes de A Midsummer’s Night Dream: “Lo han traducido”, que es muy similar a decir: lo hicieron pedazos, lo hicieron otra cosa). La gente que lo actúa no vuelve a ser la misma, pierden algo de humanidad y de origen, y se convierten en motores que hacen espacio para los espíritus de Othelo, de Catalina, de Mercutio y de Titania.
Sin embargo, ya que este año se cumplieron 400 años de su muerte, me pidieron un artículo más o menos grandecito de Shakespeare y tuve que reconstruir mi relación con él. Lo releí, releí algunos de sus biógrafos y además vi algunas de las películas basadas en sus obras. No pude, y todavía no puedo evitar admirarlo, así como lo hace la gente que lo odia, y lo ama, y lo estudia.
William Shakespeare, un hombre común, entendió desde muy temprano la mentira (la realidad es algo que se quiebra muy fácil) y la búsqueda perpetua de la gente, y como convierte en algo necesario el rechazo de la realidad. Para vivir, soportar el peso de la vida, necesitamos transmutarla (él mismo nos da el papel de alquimistas, o de soñadores) para quitarle sus cualidades más rutinarias y aburridas. El señor le quitaba lo gris, pues, no importaba si lo suyo era comedia, tragedia o romance.
Ya que Netflix se está empeñando en robarse el mundo del entretenimiento y agregan cuanta cosa se puede a su biblioteca, quizás alguien debería ofrecerles las obras de Shakespeare. Uno o dos productores visionarios, un grupo de teatro, una cámara digital y un extenso campo (si Shakespeare sigue reproduciéndose, es por la economía de sus obras). El placer de ver a Shakespeare no son sus vestuarios, sus máquinas o sus trucos, pero sus intercambios, los actores que lo disfrutan y los sacrificios de una vida para aprenderlo. Supongo que eso, de un modo irónico y shakespeareno, también sería progreso.