Iniciado ya el cuarto lustro del siglo XXI, van quedando en la penumbra aquellas expectativas esperanzadoras de cambios profundos en las tres esferas principales que marcan las pautas principales de nuestro acontecer: la esfera económica, la esfera política y la esfera cultural. Apenas ayer, en el arranque del tercer lustro -año 2010-, hubimos de plantearnos interrogantes como los siguientes:
¿Cuál es nuestra narrativa de la economía mexicana actual? ¿Cuál es nuestra narrativa de la política real que impera en el país? ¿Cuál es la narrativa que hacemos de la inseguridad pública que campea por causa de la guerra contra el narco? ¿Cuál es nuestra narrativa para explicar las desapariciones inexplicables de personas, principalmente de jóvenes mujeres? ¿Por qué la ominosa presencia de las desapariciones forzadas? ¿Cuál es nuestra narrativa del sistema educativo mexicano? ¿Cuál es nuestra narrativa de la churrigueresca realidad y comportamiento de los sindicatos y organizaciones empresariales monopólico-dominantes en México? ¿Cuál es nuestra narrativa de la esencia y prácticas de los partidos políticos vigentes en la escena política nacional; e incluso del movimiento que pretende ser la excepción redentora para el país? ¿Cuál es nuestra narrativa de la cultura burguesa, de mercado y consumista o de úsese y tírese dominante, sobre todo en las nuevas generaciones de mexicanas y mexicanos?
Interrogantes como éstas ponen el tono al tipo de melodía o estridencia a la que tenemos acoplarnos, para sobrevivir en un entorno poco halagüeño y sí muy ríspido de muchas aristas. El problema con esas nuestras narrativas sobre cada tema y cada tópico vital, parecieran comportarse como en aquella otra narrativa del aprendiz de brujo, que pretendiendo dominar mágicamente las cosas, se le salen de control y todo comienza por convertirse en un caos. Esta imagen instantánea provoca en nosotros una aguda intuición, que se traduce en una frase detonante: esa narrativa que hacemos de la economía y otras esferas del país, termina por determinar lo que pasa en él. Y ¡bang! Esta percepción nos empuja a la velocidad del rayo, a percatarnos de cómo vamos construyendo las cosas, tanto de la realidad social, como de la individual. Y esto, desde luego, tiene consecuencias.
Nuestro rito cultural de celebrar el Día de la Raza, revela el país que somos y del que nos sentimos ufanos. Para empezar, nos comparamos con el extranjero, principalmente frente a y contra nuestros dos obligados países de referencia: España y Estados Unidos de Norteamérica. El primero por el hecho histórico del colonialismo inherente a nuestra identidad mestiza y criolla a la vez, la orgullosa Raza de Bronce; el segundo, por la evidentísima razón de su hegemonía primero continental y luego global. Digo que nos ufanamos en señalar las diferencias, porque es así que nos autodefinimos como no-gachupines, y como no-gringos. Debiendo recordar que una definición negativa, no es definición en sentido estricto, porque sólo dice lo que no se es. Afirmamos ser mexicanos y, por tanto, somos ladinos, somos críticos agudos: nos reímos de los que cecean y escupen guturalmente las erres, así como nos burlamos de los que tuspiquean y al pronunciar el español se tropiezan con las jotas y la haches, de manera que el hijo termina en jijo, y las conjugaciones verbales acaban por ser monotemáticos infinitivos a la usanza apache. Aunque hoy debamos gastar cantidades industriales de dinero para aprender el inglés e inscribirnos, así, en la cultura contemporánea del mundo cibernético e informático.
Y es así como en América, nosotros mexicanos, encontramos razones económicas y políticas de sobra para dividirnos. La violencia e impunidad campean por el territorio. Nuestra Constitución ha estado siendo reformada por intereses políticos y económicos -en conflicto permanente-, y a sabiendas de que pocos hombres de cultura han intervenido en su redacción, como fuera el ideal de Umberto Eco al constituirse el pacto de la Unión Europea, y señalaba que sólo algunos de nuestros billetes portan efigies de grandes mujeres y hombres que nos unen. Dígase esto a favor de los símbolos culturales que pueden dar cohesión a una nación. En suma, para tocar verdaderamente fondo, hay que abrazar la identidad de nuestras raíces, mexicanas y europeas, por eso somos la raza cósmica. Ante toda diversidad que no debiera llevarnos a la discriminación, la homofobia, la misoginia o al odio del extranjero, deberíamos reconocernos como lo que somos pluriétnicos y multiculturales.
Ayer y hoy hablamos de cambios políticos, deposiciones de gobernadores, nombramientos de gabinetes, noticias del inframundo del crimen organizado, pesquisas de una madre que busca los restos de su hijo secuestrado y asesinado, nombramientos de presidente de partido en lucha por la dominación mas no hegemonía; sentencias de muerte sobre el punto de no retorno al histórico partido único, innombrable, retruécanos zigzagueantes senatoriales de impugnación retórica a la incompetencia y el estancamiento del país; apología secretarial lujambina sobre ascenso de deciles en el rango de los 400/1000 puntos, pero con calificación de mexicanos reprobados en la OCDE; el oro sube y baja, el dólar baja y sube, el petróleo baja y baja, el euro tiembla y el peso aunque depreciado se mantiene a flote, etc., etcétera.
Al día de hoy, la culpabilización pública causa el descrédito social de la persona señalada, su falta de credibilidad personal; y si se trata de una figura pública en funciones, se invoca su ilegitimidad para ejercer el poder político. Así de claro, así de simple. Es el escenario político que tipifica hoy por hoy la lucha por la conquista de la presidencia de los Estados Unidos de Norteamérica, y protagonizan Donald Trump y Hillary Clinton.
Incidente que hace remontarnos a los años 70, allá en el polo austral del continente americano, en que los autores A. Dorfman y A. Mattelart escribieron un pequeño gran libro llamado Para leer al Pato Donald (1972), ocurriendo nada menos que la transición socialista de la Unidad Popular en Chile, encabezada por el Presidente Salvador Allende. El objeto de la obra consistía en hacer ver la importancia de la inocultable influencia subliminal de la ideología burguesa capitalista norteamericana, a través de la creación fantástica de los personajes de Disney, particularmente la excéntrica familia conformada en torno al Pato Donald, su Tío Rico y sus simpáticos sobrinos Hugo, Paco y Luis. Trama de fantasía que en realidad indoctrinaba a las nuevas generaciones del mundo entero, bajo la cubierta de un cuento inocuo y aparentemente inocente. Su lectura crítica reveló su esencia. Los dichos y hechos de un magnate misógino y xenófobo como Donald Trump lo confirman.
Los dos pasados debates entre los candidatos republicano y demócrata, ha desembocado en revelaciones vergonzosas, tomadas increíblemente de filtraciones sobre el imperio hegemónico mundial, a través de Wikileaks y la aprehensión policíaco-política concertada, bajo sospecha de fabricación de pruebas urdidas, con las que nada menos el imperio contraataca. Hoy, en “América”, Estados Unidos de Norteamérica, impensablemente ya forman parte de los contenidos mismos del debate presidencial, con citas directas de Wikileaks, a cuyo fundador persiguen como enemigo público número uno; y todo para exhibir filtraciones de discursos de la candidata Hillary Clinton, como supuestas faltas graves contra la seguridad nacional, usadas como impugnación contra la corrupta y vencida (crooked) Hillary, por el misógino Donald Trump.
Perdón por evocar estas memorias al modo de técnica del pastillaje de un orfebre. En el fondo, lo que constatamos es una especie de esgrima verbal de libertades en conflicto. Reivindicamos apasionadamente y a toda costa nuestra libertad de expresión, de creencias, de actuar, de transitar, de asociación, etc., etc. Pero, poco reflexionamos y practicamos nuestra libertad “para…” construir la unidad, la solidaridad, la posibilidad de sentir entrañablemente la condición del otro como otro -dígase el normalista desaparecido, sus padres, sus cariños y amores de fondo-. La memoria de un pueblo es la memoria de su identidad y es la que hace posible su sentido de nación, que implica una amalgama de razas, lengua, tradición, historia y cultura. Todo hombre y toda mujer no se entienden a sí mismos sin estas referencias básicas.