Those were the days, my friend,
we thought they’d never end.
We’d sing and dance forever and a day.
We’d live the life we choose,
we’d fight and never lose,
for we were young and sure to have our way
Those were the days – Mary Hopkin
Jorge Luis Borges escribió en la “Biografía de Tadeo Isidoro Cruz”, de su libro capital El Aleph, que “Cualquier destino, por largo y complicado que sea, consta en realidad de un solo momento: el momento en que el hombre sabe para siempre quién es”. Podríamos afirmar que Luis González de Alba lo supo, si nos atenemos a su biografía, a su obra, al modo y al tiempo que eligió para despedirse. El 2 de octubre ha sido la fecha en la que se reveló su sino; ese día, de 1968 -cuando una grave falla del estado le hizo ver parte de quién era-, y de 2016 -cuando dio por terminada su relación con la vida-, marcaron el alfa y el omega en la larga travesía con la que Luis quiso marcar su huella en la existencia.
No haré una loa a González de Alba, no es ni siquiera necesario. El hueco que deja en el campo de la opinión pública, la divulgación científica, y la defensa de los derechos humanos (particularmente los de la comunidad homosexual) es evidente y deberá ser llenado con urgencia, porque a pesar de que varias de sus opiniones pudieran haber sido francamente impopulares, siempre fue faro de sensatez y de crítica. Eso explica que la izquierda dogmática lo haya defenestrado -al grado de intentar anularle dejándole de nombrar-, y que la derecha acomodaticia lo haya utilizado como cita -de manera parcial y únicamente- cuando alguno de sus argumentos servía coyunturalmente como ariete contra el “fanatismo chairo”. No es necesario cantar sus odas ni sacralizar su nicho, de entrada porque eso iría en contra de su propio legado crítico y su carácter cuestionador. Sin embargo, podría ser menester reflexionar sobre la libertad, esa rara especie que Luis buscó durante casi toda una vida, por la que fue cuestionado, segregado, criticado, y con la que concluyó así, libremente, cuando le dio la real gana.
Para Emilio Durkheim, en su estudio sobre El Suicidio, había cuatro posibles tipologías de la auto inmolación: el egoísta (cuando quien se quita la vida padece un ensimismamiento pesimista por la carencia de vínculos socio-afectivos que le “aten” a la colectividad y a la existencia), el altruista (cuando quien se inmola lo hace para “evitar” una carga a su colectivo), el anómico (de a-nomos, o sea, la condición social en la que las leyes e instituciones o no existen, o no se cumplen, o no se imponen, por lo que el “valor de la vida” sufre de pauperización, amenazando gravemente la integración social y orillando a sus individuos a ser proclives a la inmolación), y el fatalista (antónimo al anterior, cuando las leyes e instituciones de una sociedad se imponen de manera totalitaria, asfixiando la libertad del individuo y volviéndole deseable el morir). Paralelamente, Sartre afirmaba que “la vida es una pasión inútil”, igual que en El Mito de Sísifo, ensayado por Albert Camus, se nos describe como una especie de mamíferos mayores, presas de nosotros mismos, de nuestra condición epistémica para “entender” la realidad, y vivos en el abandono de una existencia carente de propósito deontológico, pero a la vez con la única y preciosa oportunidad de la experiencia ante la futilidad del absurdo: es decir, la posibilidad de ser rebelde ante la inutilidad de la vida, para hacerla útil, digna de vivirse y de compartirse, para -por último- morir.
Luis (apresado, exiliado, señalado) vivió y murió en libertad. Fue un helenista que se supo Aquiles, que se supo Alexandros; y que (al igual que éstos) transformó su mundo para volverlo algo más digno del amor hacia su compañero. Luis perdió a su Patroclo, a su Hefestión, e hizo su propia vida para –en la muerte- merecer la vuelta a los brazos del amado. Al final, eligió su última oración pública, convocando al reencuentro en un idilio onírico en la Isla de Poros. En esta oración, un Salmo de David, se le canta al dios del Pentateuco “No me rechaces en mi ocaso, cuando mis fuerzas se hayan acabado. No me abandones, nunca me abandones”. Y se sumergió en la nada.
En 1976, el escritor argentino Manuel Puig escribió El beso de la mujer araña, a partir de las charlas con las que Luis González de Alba le compartió su experiencia durante el encierro en el “Palacio Negro” de Lecumberri. Estas experiencias también están contenidas en Los días y los años, obra cuyo título se debe a la canción “Those were the days”, de Mary Hopkin, y que Luis escuchó en su celda de preso político, a través de una ventanita que daba a un patio cercano a la calle. La obra de El beso de la mujer araña termina con un monólogo largo, del cual cito un fragmento:
“‘¿ya te querés despertar?’, no, mucho mucho más tarde, porque de tanto comer estas cosas ricas me ha venido un sueño muy pesado, y voy a seguir hablando con vos en el sueño, ¿será posible? ‘si, éste es un sueño y estamos hablando, así que después también, no tengas miedo, creo que ya nadie nos va a poder separar, porque nos hemos dado cuenta de lo más difícil’, ¿qué es lo más difícil de darse cuenta? ‘que vivo adentro de tu pensamiento y así te voy a acompañar siempre, nunca vas a estar solo’, claro que sí, eso es lo que nunca me tengo que olvidar, si los dos pensamos igual vamos a estar juntos, aunque no te pueda ver, ‘eso es’, entonces cuando me despierte en la isla te vas a ir conmigo, ‘¿no querés quedarte para siempre en un lugar tan lindo?’, no, ya está bien así, basta de descanso, una vez que me coma todo y después de dormir ya voy a estar fuerte otra vez, que me esperan mis compañeros para empezar la lucha de siempre, ‘eso es lo único que no quiero saber, el nombre de tus compañeros’, ¡Marta, ay cuánto le quiero; eso era lo único que no te podía decir, yo tenía miedo de que me lo preguntaras y de ese modo sí te iba a perder para siempre, ‘no, mi Valentín querido, eso no sucederá, porque este sueño es corto pero es feliz’”.
La vida es sueño, y -en su caso- no sólo un sueño feliz, sino uno libre. Hasta pronto, Luis.
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