México decidió salir a festejar en plazas y calles su orgullo de ser nación independiente, unida en su territorio y que es capaz de cantar y bailar, anhelando su bienestar y paz ciudadana. Este imaginario colectivo emerge del fondo inconsciente y estalla como el cohete en relámpago y estruendo, para instalar la fiesta que rompe la rutina y todas las convenciones, las reglas cotidianas. El autoabasto alimentario se desborda, se ríe, se canta, se baila, se grita, lo solemne se vuelve risible y la autoridad civil y religiosa se sitúan a nivel del piso, se humanizan, se igualan. Con razón dice el análisis social que extender una fiesta significaría detonar una revolución.
Salimos de tiempos de luto, de indignación ante los dislates de un visitante hostil, cínico, indigno de nuestra hospitalidad, de relevos de gabinete presidencial, de anuncios de recortes presupuestales, de avizorar un 2017 restringente y precario. De jerarquías religiosas ávidas de rescatar en las calles un pasado de sumisión, obediencia ciega y un orden secular basado en la culpabilización que ejerce la hegemonía de las conciencias. Por ello era importante esta fiesta. Y se hizo con una vitalidad inusitada, renovada.
El antes de la fiesta nos llevó a consideraciones que nos tocan bien de cerca y de junto, que hubimos de citar a bote pronto, a nivel de gran síntesis y apretadamente condensadas. Lo cual, debo admitir, no hace fácil su cabal entendimiento, aunque se trate de un valioso su contenido. Para compensar esta prisa, necesaria por los tiempos y el espacio de redacción, deseo ofrecer a nuestros amables lectores la ampliación de algunos conceptos que considero centrales de mi anterior entrega, al tiempo que corrijo un nombre fallido.
Me referí a dos códigos éticos que fundan prácticamente dos visiones distintas de la personalidad y autoridad divina, ambas inscritas en el Pentateuco y los otros libros Veterotestamentarios. Que pueden resumirse en la Ley, los Profetas y los libros de la Sabiduría. Y lo expresé diciendo: “En la base hay un maniqueísmo soterrado, pero militante, la prevalencia del código ‘pureza’/‘impureza’ frente a la Ley, al modo de una interpretación mosaica y sacerdotal, que por cierto no tiene una lectura única; pues existe la visión Deuteronómica, sapiencial y profética del otro código don-deuda, es decir gracia-asentimiento, donde el eje es misericordia/amor”. Dos visiones que corren paralelas, pero que subyacen, en la construcción de dos narrativas distintas que van tejiendo los textos de los libros sagrados a lo largo de centurias.
La exégesis oficial de la Iglesia Católica y de la Reforma convienen en llamarlas “fuentes” que provienen de un único origen/Quelle-alemán = Fuente, símbolo: Q. Tema por sí mismo apasionante, porque finalmente funda toda la hermenéutica/interpretación de la Biblia contemporánea. Lo que aquí redacto, lo sé, es una síntesis muy osada, porque representa una expresión que resume lo más fundamental de esas dos grandes vertientes de la interpretación teológica del mensaje bíblico. Y sería absurdo que en este breve espacio pudiera yo lograr explicar cómo se van entreverando en los textos sagrados, cómo van predominando en distintas eras históricas y cómo, al final, una es superada por la otra. Y para decirlo rápido su gran discriminador y relativizador socio-cultural es Jesús de Nazareth.
Mi muy modesto papel, en estas líneas, es sólo apuntar la gran relevancia de su manifestación histórica y, por consecuencia, su significación teológica que fue construyendo -mediante la evangelización- el fundamento y núcleo ético de la tradición judeo-cristiana que impera en el mundo actual. En efecto, la visión patriarcal y del templo hebraico desarrolla, generalmente dicho, el código de “Pureza-impureza”, entiéndase del hombre/mujer ante la Ley. Cuya transgresión mancha -literalmente- al hombre y lo hace reo de castigo, para su purificación y rescate que le permita reingresar a la comunidad santa/“pura” de los elegidos; no hacerlo es quedar condenados a la no-filiación divina, a la exclusión justa y eterna de su Presencia vital.
De manera que el rompimiento del código sagrado “pureza/impureza” sólo se restablece mediante el arrepentimiento, la penitencia, el dolor, el sacrificio autoinfligido. Y por ello la necesidad de la mediación sacerdotal para ofrecer en holocausto, víctimas propiciatorias al Dios de Justicia, de absoluta pureza y Santidad. Como hecho y fenómeno social, este código propició que los altares del sacrificio de víctimas inocentes animales en el templo, se cubrieran de arroyos de sangre, de carnes inmoladas -desde palomas hasta toros- la imagen del cordero se vuelve proverbial, destinadas ya fuera para el consumo interno de la casta sacerdotal o para el mercado local. El caso es que, y no es broma, se sabe que los sacerdotes se convertían en verdaderos atletas debido a la matanza que debían realizar; se les impone la norma de utilizar calzones especialmente diseñados para ocultar sus genitales ante el gran público; y que a lo largo del tiempo padecían de fuertes dolores intestinales debido a la pesada ingesta de carne. Un sistema de “pureza-impureza”, impositivo de sacrificio/holocausto en especie o en dinero, entiéndase crimen y castigo. Crímenes como el adulterio, el robo, el homicidio, el incesto, la sodomía, la unión carnal homosexual, la blasfemia eran castigados con la muerte. Con un obvio impacto psico-emocional causado por el pago con privación de la vida y derramamiento de sangre.
En cambio, el otro código “don-deuda”, está cifrado en la relación de quien otorga una gracia (don) que interpela directamente a quien se sabe “en deuda” para recibirla; debido a la pura gratuidad del que la ofrece; acto de oferta que queda a la reciprocidad del otro, como receptor y deudor. Relación en la cual existe la libertad tanto de dar como de recibir; puesto que dicha gracia no es perfecta si no tiene el asentimiento de aquel a quien se le brinda. Ser declarado “hijo de Dios” representa el máximo acto de Don-Deuda, pues dicha filiación es don puro que proviene de la libre voluntad del Dios agraciante, queda al hombre-mujer asentir, y así saberse en deuda con Él. Este lo hace movido por misericordia (com-pasión) y aquel por deuda de amor. En esta relación, por tanto, se finca en el movimiento de ternura entrañable (splaxnisze, splaxnia/entrañas, gr.), por un lado, y agradecimiento, asentimiento, por el otro.
El contraste de ambos códigos, aparte del muy prolijo y hermenéuticamente complejo procedimiento que implica hacia el pasado, se hace transparente de manera simple y natural hacia el presente y futuro por el gran relativizador -tanto de la historia como de la interpretación exegética- Jesús de Nazareth. Si él es por antonomasia y verdad el Hijo de Dios, que nos ha hecho hermanos, y por tanto herederos del mismo reino, y ha pagado para ello el rescate más impensable de su muerte y muerte en la cruz, entonces queda a nosotros la deuda (reatum) más perfecta que es el pago con nuestro asentimiento de amor y gracias; ambos en un inextricable don de gratuidad. Este vínculo Jesús lo sella en el mysterium –tremendo y fascinante a la vez- de su presencia-memorial de sacrificio personal en la Evxaristía/ Eucaristía, literalmente=acción de gracias.
Lo que cierra muy bien este Mysterium amoroso de don/deuda, pues, el código agraciante de Jesús de Nazareth, hacia atrás, des-vela o revela las claves más ocultas del código antiguo cifrado “en la Ley y los Profetas”. Hacia adelante, cancela el odio y el castigo impuesto por el código de pureza/impureza, borrando inclusive todo tipo de las llamadas “abominaciones”, para invocar el llamado a la conversión de la vía de muerte, a la vida verdadera del don y la deuda, cifrados en el acto agraciante de amor -de unos hacia otros-, que es capaz de movernos a ternura entrañable y dejar que el otro viva, asintiendo al código de la acción de gracias. De manera que en este código, también conocido como de salud/liberación, que tiene memorial perpetuo de Don Samuel Ruiz en tierras mexicanas de Chiapas, entendemos que ha sido superado el código justiciero y vindicativo de la Ley Antigua, y está reemplazado por Jesús de Nazareth en su Ley Nueva, la de su acción de gracias por la ternura entrañable. Asentir a él, es optar por la vida verdadera.
Ah! Por último, fe de erratas: En mi entrega, del sábado 3 de septiembre, 2016. Disentir, asentir, consentir. Transliteré la palabra Parácuaro, por Carácuaro, en referencia al pueblo natal de Juan Gabriel. Mil disculpas por tal error.