Ha pasado una semana desde el escándalo que destapó el equipo de Carmen Aristegui sobre la tesis de licenciatura de Enrique Peña Nieto. Pasó también una semana desde el final de las olimpiadas y el paupérrimo rendimiento que llevó a México a estar en el lugar 61 del medallero. Iniciaron las clases con un alto índice de ausentismo por parte de los maestros, sobre todo, claro, en el sur del país. En medio de una y otra crisis, no sólo del presidente, sino su propio equipo: Nuño y su incompetitividad para negociar -o poner orden, lo que usted guste- con los maestros, Castillo y su incompetitividad para potenciar el crecimiento deportivo y el de las federaciones, se anunció un nuevo aumento del precio de la gasolina.
Tengo reservas serias sobre la llamada Reforma Energética y la mal llamada Reforma Educativa -que, como he señalado no es más que una Reforma Laboral para trabajadores de la educación-, pero me parecen adecuadas la Laboral general y la Hacendaria. El problema grave es que hay de entrada una incompetencia terrible, y no podemos más que llamarle así, sin cortapisas, para que los canales de comunicación de la presidencia de la república le permitan a las y los mexicanos entender por qué son convenientes y cuáles son sus posibles bondades. Así como los mecanismos de redistribución de la riqueza. Me explico: por ejemplo, respecto a la hacendaria, me parece capital una recaudación mayor, y que los impuestos tengan un espíritu decididamente progresivo: que el impuesto al consumo permita con contundencia, que quien tiene más colabore más en el fortalecimiento a la economía del país. Productos de lujo o que no son necesarios para la vida, desde los refrescos hasta la comida de mascotas, pasando por los cigarros y la gasolina (no el diésel que sabemos es básico para los transportistas) deben sin duda de estar tasados con una lógica diferente a la canasta básica porque sólo eso permitirá que haya dinero circulante y a disposición del Estado, cosa que es deseable. El problema mayor es por supuesto, que cuando escuchamos que los impuestos subirán, difícilmente concebimos que es algo deseable debido a que tenemos por cierto que las grandes corruptelas gubernamentales difícilmente permitirán que los beneficios sean tangibles para la y el mexicano promedio.
Cuando sucedió la crisis de los estudiantes de Ayotzinapa un querido amigo mío argentino nos decía: la diferencia entre Argentina y México es que allá nos escandalizamos mucho con muy poco, y aquí se escandalizan muy poco con mucho. No quiere decir que no nos indignemos, por supuesto, quiere decir que hacemos poco con nuestra indignación. Primero que nada, existe la sensación de que las elecciones no sirven de nada porque de cualquier manera ganará alguien que no vigilará los verdaderos intereses del pueblo, que esa especie de tragedia es inalterable y que lo que nos queda es sobrellevar el aciago destino. Segundo, que en un país tan acostumbrado a la figura presidencial seguimos alimentando la figura del tlatoani todopoderoso, que, para bien o para mal, nos domina a todos. Lo nuestro, como he dicho en otras ocasiones, es una especie de monarquía autoimpuesta, peor aún: una tiranía legitimada democráticamente.
Los caminos democráticos están y creo en ellos: no suscribo las tesis de sospecha donde el fraude es constante de cada elección. Los mecanismos ciudadanos que hemos construido pueden hacer mucho contra el robo, pero desgraciadamente, poco contra la apatía o el reclamo cómodo. Para mí el problema no está en nuestra estructura electoral sino en nuestra forma de relacionarnos con ella. Hace poco dialogaba con un excandidato y me hablaba de la importancia de parecer viable para el electorado: “La gente sólo votará por alguien si cree que ese alguien puede ganar, si cree que es factible”, creo que tiene razón y así hemos vuelto al voto un efecto y no una causa. Lo peor: el efecto de una campaña mediática de posicionamiento de candidatas y candidatos como si de marcas o equipos de fútbol se tratara.
Exigimos poco porque gritonear desde Facebook o Twitter puede dejar clara nuestra postura, pero tiene poca repercusión en realidad. Somos muchos los que repudiamos lo que sucede en México, somos muchos los que estamos cansados de la injusticia, la desigualdad y lo más importante la completa inoperatividad de muchos de nuestros servidores públicos. Pero no somos muchos coordinándonos verdaderamente para que una mejora sea posible.
Se aproxima el 2018 y tenemos una tarea importante por resolver: garantizar las condiciones para que no nos vuelva a suceder lo que ha sucedido antes y está sucediendo otra vez: que apostemos a ciegas por una figura con tintes mesiánicos en vez de pensar que la exigencia colectiva, el involucramiento ciudadano, el voto consciente, el compromiso personal por demandar y soportar una causa que vigile el bienestar de todas y todos los mexicanos.
Un ejemplo claro es el tema de la semana: discutir entre ciudadanos a favor o en contra de Aristegui, hacerle memes, defender al presidente o atacar al que lo critica como si nuestro país se dividiera en colores y no se uniera por tremendas necesidades es ocioso y desgastante. Tenemos mucho terreno en común, como para dividirnos entre nosotros por la razón que sea.
El reto que tenemos por delante, visto lo que ha sucedido en los últimos años, es mayúsculo: apostar por la unidad ciudadana, olvidarnos de minucias como la vida íntima de las y los demás, soslayar esas discusiones de credo y gusto, esas pretensiones de sentirnos ganadores porque nos identificamos con tal o cual color. Mientras eso no suceda, lo he dicho muchas veces, no importará quien gane, como mexicanas y mexicanos, seguiremos perdiendo.
/aguascalientesplural