No pocas veces he abordado, de manera oral o escrita, el tema de la desigualdad. La más evidente de todas es la económica, pero ella, que en nuestro país se muestra en dolorosos datos de pobreza, es apenas una parte de las consecuencias de un sistema que pareciera estar diseñado para perpetrar la injusticia en muchos niveles. Aclaro: la desigualdad económica no es de suyo indeseable, si ésta se sustenta en que los más afortunados pueden ayudar a lo más desaventajados. Las diferencias económicas no son per se escandalosas, ni siquiera indeseables, porque a poco que lo pensemos, podemos concebir un país más igualitario, pero con un mayor índice de pobreza. La desigualdad con un piso que permita el desarrollo pleno de las y los ciudadanos, respecto a alimentación, salud, seguridad y educación parece un panorama menos preocupante. Lo grave en nuestro país es que no solamente la desigualdad no permite este piso mínimo, sino que vivimos en un sistema que horada en esas diferencias económicas, aparejando el rezago monetario con la desigualdad política, de género, racial, educativa, cultural, informativa, civil. Lo dicho: no toda mexicana o mexicano aspiran a vivir de manera digna (sin hambre, con salud y confianza para salir a las calles), seguramente tendrán más complicadas sus vidas si son mujeres, indígenas, no pudieron ir a la escuela, no tienen acceso a libros o información de calidad, si son homosexuales o discapacitados y un largo etcétera.
Las consecuencias de la desigualdad tienen muchas formas. Una de ellas es la separación radical que hemos generado entre lo que llamamos “ciudadanía” y “clase política”. Seguimos concibiendo y tratando a quienes nos gobiernan como si fueran “autoridades” (en un extraño sentido casi monárquico) y las formas populares de referirse a ellos suelen separarlos de “el pueblo” y recibir epítetos como “los de arriba”, “los que manejan el país”, “los dueños de México”, “las familias poderosas” y otro más. Afortunadamente, cada vez se habla más, como una forma deseable de contrapeso, de que debemos empezar a concebir a quienes gobiernan como nuestras y nuestros empleados, como verdaderos servidores públicos. En mi opinión, por más populista que esto pueda sonar, es altamente deseable: no excluye la aspiración de gobernantes dignos, casi de una clase aristócrata en el sentido griego (que verdaderamente guardemos el anhelo de que pueden ser las y los mejores para hacerlo). Cualquier sociedad mercantil puede elegir a un presidente de junta, a una o un CEO, concebir que es la mejor opción, reconocerle su capacidad, respetarle, confiar en sus decisiones y aun así tener el control de recriminarle, corregirle o destituirle si en algún momento no vigila virtuosamente el bienestar de la empresa. Aunque acepto que la analogía no es la más precisa, puesto a que acá hablamos de asuntos meramente públicos, y a que las decisiones públicas -creo yo- deben de estar enfocadas a la mayoría pero no a las decisiones mayoritarias (explico: supongamos que la mayoría de la sociedad resolviera que las y los homosexuales no tienen derecho a contraer una relación civil como el matrimonio. Esto podría ser una decisión mayoritaria, pero sin duda no va en favor de la mayoría: dado que las y los heterosexuales no se ven restringidos de manera alguna en sus decisiones, entonces permitir la unión civil en realidad beneficia a más personas (una mayoría más grande –si se vale la forma-); sin embargo, creo que gobernantes, presidentes y legisladores en la democracia que deseamos sí se asemejan más a un gerente que al dueño de la empresa.
En días pasados se discutió en Aguascalientes la posibilidad de retirar el fuero que otorga la constitución local a legisladores, alcaldes y regidores. La discusión ha cobrado popularidad días después de que en Jalisco fuera retirada estatalmente y de que la demanda de que esto suceda, junto con la famosa Ley 3de3, ha cobrado fama como una iniciativa ciudadana. En la discusión ha habido diversas voces y diversos intereses. Legisladores que abiertamente se pronuncian a que desaparezca el fuero, otros que lo defienden, y algunos que pueden mezclar la idea de que, aun cuando lo encuentran deseable debe desaparecer.
Los argumentos más comunes de quien hace apología del fuero se reducen a la idea de que, por circunstancias propias del papel legislativo (por ejemplificar en ese nivel) es deseable que haya una protección que garantice la libre expresión, la crítica despiadada y frontal, las iniciativas necesarias y la solvencia que garantice que se puede exigir al ejecutivo que acate nuevas reglas sin que en este trance haya posibilidades de ser perseguidos, acallados o coaccionados, sobre todo considerando que el poder judicial depende del ejecutivo. Dicen que ese fue el espíritu carrancista que llevó esta figura a nuestra constitución.
Las y los ciudadanos, en cambio, parecen estar convencidos de manera generalizada de que debe desaparecer, sobretodo porque la historia nos indica que más bien se ha utilizado como un blindaje que ha permitido impunidad para quienes lo gozan. Abuso de autoridad, pues. El famoso “charolazo” forma parte de nuestra cultura popular a tal grado que incluso en el Sistema de Información Legislativa de la Secretaría de Gobernación se describe al Fuero Constitucional de esta manera:
[…] Aquella prerrogativa de senadores y diputados -así como de otros servidores públicos contemplados en la Constitución- que los exime de ser detenidos o presos, excepto en los casos que determinan las leyes, o procesados y juzgados sin previa autorización del órgano legislativo al que pertenecen: Parlamento, Congreso o Asamblea. El término es de uso coloquial o común y suele utilizarse como sinónimo de inmunidad parlamentaria.
El fuero o la inmunidad se entiende también como un privilegio conferido a determinados servidores públicos, para mantener el equilibrio entre los poderes del Estado en los regímenes democráticos, y salvaguardarlos de eventuales acusaciones sin fundamento.
Las voces que hacen apología del fuero subrayan la importancia de garantizar, en “sus riesgos” propios de trabajo, que los legisladores (por ejemplo) tengan garantizada la libertad ya mencionada anteriormente y aducen que en la Figura de declaración de procedencia o “desafuero” está la puerta para iniciar un juicio a quienes fallen en su conducta. Mi conclusión para estar a favor de la eliminación es mucho más simple ¿por qué algunas y algunos mexicanos deberían estar sometidos a un procedimiento especial si violan la ley? Y en el sentido contrario ¿por qué no todas y todos los mexicanos deberíamos estar absolutamente seguros que la crítica despiadada y frontal y las iniciativas necesarias para exigir que quienes gobiernan acaten nuevas reglas están perfectamente amparadas como derechos? ¿Acaso no estamos confundiendo “privilegios” con un derecho que debería ser universal para todas y todos?
En un país tan desigual, mantener una legislación que sigue permitiendo que haya ciudadanas y ciudadanos de distintas categorías ante la ley se antoja indeseable porque no hace sino perpetrar la escisión. Si queremos un país en que la política se “ciudadanice” y los ciudadanos se “politicen” cada vez más, empezar por tratar a todas y todos por igual ante la ley parece un camino imperante.
/aguascalientesplural