Constreñidos por el oculto y sutil pero omnipresente dictado de la cultura socioeconómica occidental hacia el pensamiento único, resulta cada vez más difícil identificar los límites de nuestra libertad. Nos resulta de pronto sorprendente lo acotado de las libertades civiles fundamentales. Una enorme mayoría de nuestra población se limita a observar sin poder siquiera evaluar los efectos que en su vida cotidiana tienen eventos que por rebasar la esfera vital permitida por el sistema, se consideran ajenos y lejanos. Como despertadores sincronizados coinciden en pocas semanas eventos que cuestionan las fronteras artificiales a la libertad de la conciencia colectiva. Casos como el evidente afán de acallar a Assange/Wikileaks, la penosa exhibición de amenazas en el caso Los Pinos-MVS y el sonado cuestionamiento sobre la legalidad de nuestra reciente elección presidencial por presunto gasto desmedido y desigual incidencia mediática entre contendientes.
Pero nada parece suceder en lo cotidiano mientras esos eventos ocurren en los noticieros. La producción televisiva intercala desde nuevos sucesos de violencia –relacionados con la inútil guerra contra el crimen organizado– hasta suculentos chismorreos sobre la vida íntima de personajes de la farándula. Al tratar estos acontecimientos al mismo nivel junto con el supuesto brote de gripe aviar que provoca una inusitada carestía en todos los productos de la industria avícola o las denuncias de irregularidades en la lid electoral, se pierden en el ruido general que guía y acompaña nuestras rutinas diarias. Las preocupaciones por la supervivencia, el pago puntual de los adeudos, la reparación del auto o la lavadora, el regreso a clases y el necesario gasto en útiles escolares, nos llevan a no cuestionar y aceptar la realidad de las pantallas. Condicionados por las circunstancias, consumimos datos que confundimos con información.
La carrera por el tener, nos ha atrapado en las redes de la dependencia y en la deuda con el sistema bancario-monetario. Enredados en la deuda, apretamos cada vez más el nudo que nos ata a los afanes insatisfechos de posesión, vanidad, urgencia, distracción y supervivencia. Para el sistema económico preponderante, y para los gobiernos a su servicio, somos útiles en tanto somos consumidores acríticos, deudores permanentes y fieles seguidores del pensamiento único. En la vorágine de los acontecimientos cotidianos, si no hay espacio para pensar en un consumo crítico, inteligente o sustentable de cosas para satisfacer necesidades vitales difícilmente encontraremos oportunidad para el consumo responsable de la información.
Hoy en todo el mundo surge fuerte pero soterrada, la demanda por libertad de expresión y de acceso al conocimiento e información. Nuevas voces, que surgen de algo muy distinto a la callada cotidianeidad, reclaman ese derecho fundamental. Irónicamente en un mundo que ha desarrollado alta tecnología en los medios de comunicación, hemos olvidado que somos consumidores de información, al atragantarnos con datos y noticias insulsas, confusas e inconsecuentes al igual que hemos olvidado consumir sabiamente aquello que satisfaga nuestras necesidades físicas, intelectuales, emocionales y trascendentales que nos son inherentes como seres humanos.
En los años 50, incluso desde antes, dice Adela Cortina en su “Ética del consumo”, los ‘críticos de la cultura de masas’, desde Horkheimer a Galbraith, criticaron las formas de consumo de las sociedades industriales por privar a los individuos de libertad. Y para completar, cita a Marcuse distinguiendo las necesidades verdaderas y falsas. Estas últimas, concluye Cortina, “son las que determinadas fuerzas sociales imponen a los individuos reprimiéndoles, y que no hacen sino perpetuar la agresividad, la miseria y la injusticia. Los individuos pueden sentirse felices al satisfacer este tipo de necesidades pero les están siendo impuestas por fuerzas sociales que, como inmensos sujetos elípticos (omnipresentes e ineludibles), las provocan para aumentar el consumo, con él, la producción, y continuar con esa perversa cadena de esclavitud, fraguada por el afán de acumulación. Las personas jamás podrán ser así autónomas porque el consumo es un apéndice de la producción.”
De manera similar, el consumo de conocimiento e información ha sido condicionado por esos inmensos sujetos omnipresentes e ineludibles: los que tienen permiso para emitir señales que se difunden por el espectro electromagnético. El uso de fragmentos de un bien tan público como el aire mismo, ha quedado condicionado a la concesión estatal.
En algún momento durante esa prolongada distracción por el consumo y lo cotidiano, la llamada “democracia liberal” configuró nuestras sociedades para hacer que la participación de los ciudadanos en las decisiones comunes se supliera con la democracia representativa. Así, en nuestro nombre, quienes nos representan han puesto al servicio del mejor postor –su verdadero cliente– el derecho de usar y explotar comercialmente un tramo del espacio. Con la burda coacción del poder presidencial a MVS, un medio que se ha empeñado a decir las cosas como son, ha quedado expuesta la fea cara del servilismo exigido hacia quienes dicen representarnos.
No existe ciudadanía efectiva si no hay una ciudadanía económica. Si no hay incidencia real y efectiva en la determinación de los asuntos económicos que afectan la vida de todos y todas, la ciudadanía no está completa y la democracia resulta trunca e inoperante. Por tanto, la violación a la libertad de expresión, el manejo interesado de la información y el uso del espacio radioeléctrico para privilegiar a grupos de poder económico o político, acusa la incongruencia de quienes se dicen liberales y promotores de la libertad económica.