“La democracia es la peor forma de gobierno, exceptuando todas las demás”, decía Churchill. A veces, cuando hablamos de democracia en abstracto, parecemos olvidar que los pueblos están constituidos por individuos, que quienes gobiernan son reflejo de los vicios y las virtudes de estos, de su ignorancia o su conocimiento, de su conservadurismo o su liberalismo.
Efectivamente la democracia parece, sin más, la mejor forma de gobierno, hay quienes han interpretado en Aristóteles esta idea: que la democracia es la forma más pura de gobierno y que su equivalente en vicio es la demagogia, completando una tercia de binomios así: a) monarquía-tiranía, b) aristocracia-oligarquía y c) democracia-demagogia. Esta lectura parece obedecer al criterio de la repartición del poder: a saber, el binomio a) representaría las formas de gobierno cuando el poder está en manos de una sola persona, b) cuando el poder está en manos de unos cuantos y c) cuando el poder está repartido en la mayoría de la población. Sin embargo, los criterios pueden ser más complejos: por ejemplo, si bien aristocracia y oligarquía forman un binomio en el que lo que se comparte es el concepto del poder en manos de unos pocos, oligarquía y democracia también pueden formar un binomio en el que lo que los distingue es la clase social: si el gobierno está en manos de los ricos (sean minoría o mayoría) asistimos a una oligarquía; si el gobierno está en manos de los pobres, a una demagogia. Esta clasificación, no accidental, sino sustancial, no contrapone a la democracia de la oligarquía por número sino por condición económica.
Lo que quiero señalar es que Aristóteles intuía que la democracia podía aspirar a formas distintas y sus clasificaciones no deben obedecer sólo a número. Esto toma claridad cuando observamos las diferentes formas de democracia que tenemos. Partamos de ejemplos concretos: EEUU, Cuba, Chile y España, todos se ostentan como democracias, pero -a poco que veamos- sus formas son diferentes y sus resultados variopintos: nuestros vecinos del norte tienen una forma de representación que genera elecciones indirectas entre dos partidos: no se vota por el presidente, sino por intermediarios que votan por éste, después de escuchar las discusiones y el “consejo” ciudadano. Los de la Isla tienen una democracia que se sostiene con un partido único y el parlamento elije a su ejecutivo (ya sabemos con qué apellido). Los andinos eligen directamente a su presidente y a sus alcaldes y es el primero quien elige a los intendentes en las regiones y a los gobernadores en las provincias. Los europeos practican un impresionante multipartidismo para elecciones legislativas, y serán los diputados quienes elegirán a uno de ellos para que sea aprobado por el rey. Ya queda claro que la democracia no se puede pensar en abstracto y que ésta, de alguna manera, puede ser compatible incluso con la monarquía.
Acostumbro en mi función como profesor permitir que mis alumnas y alumnos tomen muchas decisiones, el ejercicio para llegar a éstas siempre lo he mantenido como una oportunidad didáctica para que las y los estudiantes piensen en las formas de la democracia. Normalmente inicio consultando a mano alzada la afirmación o negación de una propuesta. Después de este primer ejercicio, nos disponemos a escuchar a quien desee argumentar, a favor o en contra, de las opciones dadas: después de discutir un rato se repite la votación: no pocas veces ha cambiado. Ha habido incluso casos en donde alguien dice “yo estoy en contra de eso, pero sinceramente creo que tiene razón”, arengando al resto de quienes votaron en su mismo sentido a cambiar de opinión, no por ser “lo que desean”, sino por saber que es la opción más sensata. Siempre me he maravillado de esta dinámica y sus repercusiones inmediatas.
Podemos decir, de forma sucinta, que otra forma de dividir el ejercicio de los poderes tiene que ver con la imposición o el consenso (aunque parezca extraño), así podemos pensar en un “rey” propuesto por la mayoría o en una democracia impuesta por unos cuantos. Aunque más que centrarme en el consenso quiero hablar de la deliberación. Ésta es también posible, como ha pasado con mis alumnos, en el disenso.
Podemos vivir en una democracia en donde el resultado se consigue por minorías (por ejemplo, ante una baja participación electoral), o alguna donde el resultado se consiga con base en la compra de votos, el carisma del candidato, el miedo a la alternancia y más. Pero creo yo, debemos aspirar a una democracia donde la decisión provenga de un ejercicio de reflexión e intercambio, de contraste de pensamiento, de análisis y crítica. En suma: una democracia deliberada (gran elección de nombre para la corriente política que hoy crece de a poco en la Ciudad de México formada por ciudadanos instruidos y preocupados por una mejor forma de gobierno).
El pasado fin de semana tomó al mundo por sorpresa la salida de Gran Bretaña de la Unión Europea. Circuló una imagen de metadatos de google, en la que se mostraba que, después de haber decidido el sino, los ciudadanos británicos investigaron cuáles eran las consecuencias de su elección. No pocas personas han hecho notar los peligros de la democracia cuando ésta se ejerce a través de engaños o desconocimiento. Es claro que tampoco podemos aspirar a una mejor democracia mientras no generemos condiciones de instrucción que permitan que la mayoría (ojalá todos) tengan oportunidades educativas, económicas, sociales, que generen condiciones de decisiones virtuosas.
Yo creo, en términos aristotélicos, en el gobierno de los mejores, pero como él mismo lo sugería, puede haber un gobierno constitucional que permita la participación plural para llegar al mejor consenso posible. Para ello es necesario, de entrada, el diálogo. La semana pasada, en este mismo espacio, escribí sobre los grupos de presión conservadores que intentaban generar en nuestros legisladores la oposición a derechos civiles para quienes no pensaban como ellos. Hice una invitación a que escribieran en este espacio (o siquiera dialogaran conmigo) qué quieren decir cuando usan términos como “familia natural”. No recibí respuesta. De verdad creo que es porque no la tienen y hoy exijo, como un ciudadano al que pueden afectar sus intenciones, que tengan siquiera la decencia de explicar los motivos que los guían. Lo que me parece grave es que no sólo tomemos decisiones sin deliberarlas, sino que intentemos imponer a otros nuestra opinión sin haber permitido siquiera el ejercicio del intercambio de posturas, generando un diálogo que acaso deje eco para tomar una mejor decisión. A esa vida pública aspiro y refrendo mi compromiso para luchar por ella. Por eso es que el disenso me parece importante, no como una forma de confrontación, sino como una oportunidad para afinar la democracia. Es nuestra mejor oportunidad.
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