Zúrich, Suiza. 19 de septiembre de 1946. Ante una multitud fervorosa, la cual espera sus palabras como si fueran maná, la encarnación del bulldog inglés, Winston Churchill, comienza su discurso hablando de “la tragedia de Europa”. Para remediar esta situación, el estadista anglosajón propone construir “una clase de los Estados Unidos de Europa”.
El tribuno británico agrega “el primer paso para la recreación de la familia europea debe ser una sociedad entre Francia y Alemania”, en la cual Gran Bretaña, la Mancomunidad británica, la poderosa América y la Rusia soviética serán los garantes.
La escena arriba descrita sirve como prólogo al presente artículo, el cual pretende explicar, dentro del contexto del referéndum sobre su permanencia en la Unión Europea, cómo la historia y la geografía han influido en el desarrollo de la estrategia británica para lidiar con Europa.
Inglaterra, la isla brumosa y húmeda, permaneció alejada de las civilizaciones que florecían en el mundo mediterráneo. Todo ello cambió, en el año 55 a.C. cuando Julio César al mando de sus legiones divisó la “pálida costa, de blanco aspecto”: los níveos acantilados de Dover. Los romanos trataron de subyugar a los britanos, pero una rebelión en la Galia los disuadió de su empeño.
Un siglo más tarde, en el 43 d.C., el emperador Claudio decidió conquistar a los díscolos isleños. Después de una “guerra de cuarenta años, emprendida por el más estúpido, mantenida por el más disoluto y terminada por el más tímido de los emperadores, la mayor parte de la isla se sometió al yugo romano”1.
Britania, el nombre dado por los romanos a la isla, fue una provincia romana hasta el 410 d.C. Sin embargo, Roma retiró a sus legiones y los habitantes debieron de enfrentar la invasión de individuos de cabellos rubios y ojos azules que adoraban a Odín y a Thor: los anglos y los sajones, quienes con el correr de los años le darían su designación a la ínsula: Inglaterra, “tierra de anglos”.
Inglaterra era una tierra bárbara, cuando en el año 597 el papa Gregorio Magno envió al monje Agustín para que llevara la Buena Nueva a los anglosajones y erigir un templo al Dios verdadero: Cristo. Desde entonces, Inglaterra volvió al redil cristiano.
En los siglos siguientes, los anglosajones sufrieron las incursiones de los vikingos, pueblo originario de Escandinavia, quienes colonizaron parte de la isla. La última invasión ocurrió en 1066, cuando Guillermo el Bastardo, duque de Normandía –región de Francia-, desembarcó en Inglaterra y venció a los anglosajones.
Inglaterra no perdió su carácter anglosajón y vikingo, pero adoptó los modos franceses en idioma y organización política y militar. Siglos después, los reyes ingleses libraron la famosa Guerra de los Cien Años (1337-1453) contra Francia. Durante esta contienda, emergió la mentalidad de que “Inglaterra, rodeada de la mar triunfante, cuyas acantiladas costas repelen los envidiosos asaltos del húmedo Neptuno” (William Shakespeare dixit) estaba destinada a jugar un rol primordial en la historia del mundo.
La adopción de la fe protestante, aunada a los intereses comerciales, hizo que Inglaterra combatiera a las dos principales potencias católicas: la España de Felipe II y la Inquisición; y la Francia del gran monarca, Luis XIV, y los jesuitas.
En el siglo XVIII, los líderes británicos hablaban de establecer un “equilibrio del poder”, lo cual significaba contrapesar, por medio de la diplomacia, las ambiciones de Francia. Le correspondió a William Pitt diseñar y aplicar la nueva estrategia, la cual consistía en: combinar el poderío naval británico más un aliado o aliados continentales para detener a Francia, o a cualquier otra potencia europea de invadir Inglaterra o amenazar al Imperio británico.
En las guerras libradas contra la Francia de los jacobinos y del gran corso, Napoleón Bonaparte, los británicos siguieron el diseño de Pitt al pie de la letra. Sin embargo, en la lucha contra la Alemania del káiser Guillermo II y de Adolf Hitler, los ingleses debieron aceptar, renuentemente, la participación de una potencia no proveniente de Europa: los Estados Unidos de América.
Durante la contienda contra Adolf Hitler, el diseño de una estrategia británica para la posguerra, la cual incluyera a Europa, era la prioridad de Winston Churchill: “Debo de admitir que mis pensamientos están primariamente en Europa, en el renacer de la gloria de Europa…sería un completo desastre si el bolchevismo ruso se extiende sobre la cultura e independencia de Europa”2.
En 1945, Churchill, quien había perdido la elección general, priorizó tres temas en política exterior: la colaboración estrecha entre los Estados Unidos y la Gran Bretaña para frenar el expansionismo soviético; la unión de las democracias bajo el auspicio de las Naciones Unidas para evitar mostrar debilidad al encarar la tiranía comunista; y la creación de la Europa Unida.
Respecto a Europa, los británicos mantuvieron una actitud ambivalente: no fueron signatarios del Tratado de Roma de 1957, el cual dio personalidad jurídica a la entonces Comunidad Económica Europea; dos veces, 1963 y 1967, su solicitud de ingreso fue vetada por el presidente de Francia, Charles De Gaulle, quien creía que los británicos eran “un caballo de Troya estadounidense”.
En 1973, el Reino Unido se unió a la Comunidad Económica y en 1975, tras renegociar sus términos de entrada, realizó un referéndum para validar su membresía en el club europeo. Desde entonces, los británicos establecieron dos objetivos respecto a Europa: embotar la unión política europea-por eso no han adoptado la moneda única común, el euro- y prevenir la dominación franco-germana de la política europea.
La tensión en el logro de estos objetivos fue ejemplificada en la década de 1980 por la vraie fille de l´epicier (“la verdadera hija del abarrotero”, en francés): Margaret Thatcher. La primera ministra luchó para que Bruselas le devolviera el dinero que en exceso Gran Bretaña había aportado al Mercado Común. Asimismo, describió la política agrícola común como “un derroche vergonzoso” y dijo que los países que languidecían al otro lado de la Cortina de Hierro también tenían un lugar en Europa.
El próximo jueves 23 de junio de 2016, los británicos habrán de votar por dos visiones sobre su lugar en Europa y el orbe: una en donde el Reino Unido potencia sus activos para influir y prosperar en este mundo globalizado; y otra, vaticinada por George Orwell, en donde la ínsula se retira del escenario global para convertirse en “una islita fría y sin importancia donde todos tendrían que trabajar muy duro y comer arenques y papas”.
Aide-Mémoire.- Diálogo y no balas es lo que necesita Oaxaca.
- – Gibbon, Edward. The decline and fall of the Roman Empire. The Modern Library, New York, 2003, p. 12
- – Judt, Tony. Postwar: A history of Europe since 1945. Penguin Books, New York, 2005, p. 155
EXCELENTE COMO SIEMPRE SU ARTICULO MAESTRO SOREN