Nuestra Carta Magna en su artículo 2 establece que la nación tiene una composición pluricultural, sustentada originalmente en sus pueblos indígenas, que son aquellos que descienden de poblaciones que habitaban en el territorio actual del país al iniciarse la colonización y que conservan sus propias instituciones sociales, económicas, culturales y políticas o parte de ellas. A raíz de esta disposición, la Constitución consagra el derecho de los pueblos indígenas para constituir autoridades propias, y que es lo que conceptualmente se conoce como el derecho a la libre determinación.
Así pues, sin que llegue a considerarse una rama del derecho, sí constituye una extensión del derecho electoral el estudio del derecho (como privilegio) de los pueblos indígenas a elegir sus propias autoridades en respeto, a lo que se ha dado en llamar, sus usos y costumbres.
El estudio inicia con una problemática sustantiva: Ser o no ser indio.
¿Cómo abordar esta situación, mezcla de historia, antropología, sociología y derecho? Más allá del prejuicio que se vuelve insultante (inexplicable en un país con pasado indígena), ¿quién es indio? Y en todo caso por qué serían diferentes al resto de la población.
Carlos Montemayor, antropólogo, nos ayuda en la respuesta a los cuestionamientos ¿Qué significa ser indio en México? O mejor, ¿qué significa ser indio?
Dice Montemayor que “a lo largo de los siglos muchos se han planteado preguntas similares. Primero lo hicieron los descubridores europeos, los conquistadores y encomenderos, las autoridades virreinales y los frailes que evangelizaron a la Nueva España. Luego los historiadores y escritores del siglo XVIII. Después los liberales mexicanos y los congresos constituyentes de 1824 y 1857. Numerosos educadores, antropólogos y artistas se siguieron formulando semejantes preguntas en el siglo XX.”
Históricamente podemos mencionar que, al no ser un tema para nada reciente, en cada época surgieron diferentes posturas para el problema: hubo siempre quien los defendió y potenció al máximo sus derechos, como quienes, de alguna manera, cuestionaron no sólo su falta de pericia o de destreza; hubo incluso quien pensó que no poseían alma humana.
En la nación moderna, sustentada en la composición pluricultural que menciona la Constitución, la identificación del indio aún no se encuentra del todo claro. Más aún, en las entidades como la nuestra, ubicada en la parte austral de la Aridoamérica, en donde no florecieron antecedentes de culturas sedentarias, es difícil comprender la presencia de un grupo indígena identificado con Aguascalientes.
Amén de no existir obras arquitectónicas propias del periodo prehispánico, y que, en todo caso, los restos hallados por algunos investigadores en la zona sur y oriente del estado, identificando algunos restos de población nómada que alguna vez transitaron por aquí, y ni siquiera una tradición importante en la toponimia de sus poblados, donde prevalecen más héroes que nombres propios de una cultura ancestral, todo en su conjunto nos hace pensar que no se cuenta con población indígena, de origen, en el estado.
En la política pública indigenista, durante la última década del siglo pasado, el INEGI determinó que el dato fundamental para identificar a la población indígena era el habla. Así, en los datos del Conteo de 1995, Aguascalientes, junto con los estados de Coahuila, Guanajuato y Zacatecas eran las entidades con menor porcentaje de hablantes, con apenas el 0.1%.
Sin embargo, el dato no fue lo preciso que se quisiera: fue la Dirección General de Culturas Populares la que un par de años antes del nuevo siglo estableció que no toda la población indígena podía ser identificada por el uso de su idioma materno. Muchos sólo hablaban español, pero conservaban otros elementos culturales distintivos.
Esta situación no es para nada novedosa. Alfonso Caso, en 1948, al preguntarse qué era el indio en México contestaba que no podíamos caer en el error (además tan común) de creer en la existencia de una raza indígena para después derivar de este prejuicio biológico opiniones sociales, económicas y políticas. Propuso que el criterio biológico ayudaba a precisar un conjunto de caracteres físicos no europeos: el criterio cultural era más relevante, porque las comunidades utilizan objetos, técnicas, ideas y creencias que, independientemente de su origen, llegaban a ser preponderantes en ciertas comunidades. Remataba diciendo que el criterio lingüístico sólo era perfecto en grupos monolingües o bilingües; no en aquellos grupos que ya hablaban castellano. Pero el criterio psicológico era indispensable, porque un individuo debe sentir que forma parte de una comunidad.
A manera de colofón, la Organización Internacional del Trabajo de las Naciones Unidas, propuso que un procedimiento para identificar a los pueblos indígenas y tribales consiste en ser considerados así “por el hecho de descender de poblaciones que habitaban en el país con una región geográfica… en la época de la conquista o la colonización o del establecimiento de las actuales fronteras estatales y que, cualquiera que sea su situación jurídica, conservan todas sus propias instituciones sociales, económicas, culturales y políticas o parte de ellas. Las conciencia de su identidad indígena o tribal deberá considerarse un criterio fundamental para determinar los grupos (indígenas o tribales)”.
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