Ben Johnson, Christopher Marlowe, el conde de Derby, el conde de Rutland, el conde de Southampton, el conde de Essex, Sir Walter Raleigh son apenas algunos de los nombres a los que las lenguas, las malas lenguas, atribuyen las obras de Shakespeare. Además de, por supuesto, a Francis Bacon. Los baconitas o baconianos, que aunque no muchos sí son legión, aseguran que su atribución se puede demostrar por las “cifras” y códigos que dejó en los escritos que se atribuyen al bardo de Stratford-upon-Avon. Entre ellos destaca Elizabeth Wells Gallup.
Leer mensajes crípticos en los textos no es algo nuevo. Leer la autoría de Bacon en las obras de Shakespeare comenzó, como una manía sería, en 1888, interesante cifra para los criptólogos, con la publicación de The Great Cryptogram de Ignatius Donnelly, que además de en Bacon creía en la Atlántida. La “seriedad” de su teoría se refuta por sí misma en el recuento que él mismo hace de sus bases “científicas”. En uno de los libros de su hijo menor encontró una referencia a las claves ocultas que utilizaba en algunos de sus mensajes Francis Bacon. No se sabe si Donnelly malinterpretó el método baconiano o si el libro era realmente infantil. El análisis completo de la escena primera del segundo acto del Enrique IV es tan libre en su aplicación numérica que de las regla de Donnelley se puede deducir cualquier otro texto que el estudioso quiera. Y, quizá decepcionado de que el Bardo no hubiera escrito sus obras, demostró, ¿a cambio?, que el dramaturgo había colaborado en la traducción de la Biblia al inglés como demuestra claramente que la palabra número cuarenta y seis del salmo cuarenta y seis es “shake” y que la palabra cuarenta y seis del mismo salmo pero comenzando la cuenta por el final es “spear”.
Una vez demostrada, indudablemente, la autoría baconiana de las obras de teatro más reconocidas, el siguiente paso era encontrar los mensajes secretos que sir Francis Bacon había dejado a lo largo de “sus” obras. De esa labor habría de encargarse Elizabeth Wells Gallup. Nacida Elizabeth Wells en París, un pueblito del estado de Nueva York, estudió en la Universidad de Michigan, realizando estudios de posgrado en la Sorbona y en la Universidad de Marburgo. Regresando a Michigan se enroló como maestra de preparatoria y junto a su hermana Kate se embarcaron en la labor de descifrar los mensajes ocultos. Basándose en la teoría de otro baconiano, Orville Ward Owen, que había creado un rueda de cifrado para aplicar en largas tiras de papel con las obras de Shakespeare que señalaba palabras clave (y en clave) si se giraba de la forma correcta.
Elizabeth complicó más el método con lo que ella llamó las “cifra bilateral” con la que podía interpretar, al fin, los mensajes sobre la autoría de las obras de teatro y otros mensajes relativos la historia de la Inglaterra isabelina. Sus conclusiones la afirmó públicamente en su Concerning the bi-literal cypher of Francis Bacon discovered in his work publicado en 1895. A partir de ahí publicaría infinidad de artículos explicando todos los mensajes contenidos no sólo en las obras de Shakespeare y del mismo Francis Bacon sino también de otros isabelinos. Entre sus “hallazgos” están también el de que Bacon era el hijo de la reina Isabel y su heredero, además de ser el autor de las obras también de Christopher Marlowe, George Peele y Robert Burton. Todo su trabajo, que implicaba horas y más horas, fue financiado por el “coronel” George Fabyan, un industrial adinerado que a pesar de su apodo nunca entró al servicio militar activo y que cayó fascinado por los “descubrimientos” de Elizabeth, tanto que llegaría a poner a su disposición todo un laboratorio en Riverbank.
Fue en Riverbank donde Elizabeth conocería en 1915 al matrimonio formado por William F. Friedman y Elizabeth Friedman que cayeron también fascinados por las teorías sobre la autoría de las obras de Shakespeare. En 1920 abandonarían los laboratorios para trabajar en los códigos cifrados del gobierno, del que fueron pioneros y unos de los mayores representantes en la segunda guerra mundial. Ellos mismos publicaron en 1957 su monumental The Shakespearean Ciphers Examined, en el que, agradeciendo a Elizabeth Wells su labor y dedicación, concluían que era imposible atribuirle a nadie que no fuera William Shakespeare la autoría de las obras de William Shakespeare y argumentaban que con el código de “cifra bilateral” cualquier “puede encontrar lo que quiera en la obras de quien sea”.
Aunque como lectura de ciencia ficción, o de espionaje, funcionan los textos de Elizabeth, su genialidad suprema fue el hecho de encontrar en las obras de Bacon-Shakespeare, una obra oculta que nadie había descubierto y que ella mismo publicó en 1901 bajo el título de The Tragedy of Anne Boleyn by Sir Francis Bacon, decoded by Elizabeth Wells Gallup. La “Tragedia” consiste en acumular selecciones de las obras de Shakespeare con los nombres cambiados entre las que destacan una larga mascarada sacada de Romeo y Julieta, la coronación de Ana Bolena, sacada del Enrique VIII, y partes del Antonio y Cleopatra, además de alusiones a personajes, un músico o Catalina de Aragón, que nunca aparecen. Lo mejor de la obra es, sin lugar a dudas, que dado que más del noventa y cinco por ciento de ella es de Shakespeare resulta legible
Samuel Schoenbaum resumió perfectamente el espíritu de Elizabeth cuando en su monumental Shakespeare’s lives escribe que “la señor Gallup simplemente tenía una ignorancia total en lo que se refiere a las técnicas de impresión isabelinas (…) Lo que descubrió no era una ‘cifra bilateral’ sino una bilateral mancha de Rorschach”.