Ayer por primera vez me llamaron chairo. No sólo eso: chairo imbécil. La sensación fue extraña porque en un principio yo creería que ese epíteto se usa para denostar a alguien que no quiere dialogar, que mira conspiraciones en todas partes y que defiende dogmáticamente una postura, generalmente con tintes de revolucionario o anárquico. Soy una persona obstinada: defiendo apasionadamente mis posturas porque me gusta que la gente las conozca sin medias tintas, creo que transparentar y detallar tanto como se pueda tu punto de vista es lo único que puede alentar un diálogo de buena fe. Creo en la evidencia y por ello muestro sin reservas mis opiniones, para que la evidencia pueda ser contrastada, corregida, complementada y en su caso refutada. Cambio inmediatamente de postura cuando veo evidencia suficiente de que yo estaba equivocado. Creo ser obstinado, pero no necio. Y estoy seguro que soy flabilista: simplemente porque a lo largo de mi vida he cambiado muchísimas veces de parecer ante nueva evidencia.
La anécdota no es un berrinche, ni un desahogo, despreocúpese, apreciado lector. Va mucho más allá de eso. Lo que me hace traerla a colación es el contexto en que se dio mi nuevo título. En su muro de Facebook el maestro Luis González de Alba, a quien admiro profundamente, escribió lo siguiente: “Desigualdad y pobreza… Desde que Slim bajó de puesto entre los ricos, la desigualdad entre él y yo es menor… Eso no me ha ayudado en nada… :/ ”. Creí que el comentario del maestro era desafortunado porque parecía trivializar un problema que justamente señalé aquí la semana pasada: evidentemente no parecería un problema per se la desigualdad. Que alguien sea rico o más rico que otro o mucho más rico que los demás en un mundo donde nadie se muere de hambre y tiene servicios básicos garantizados, una base equitativa para competir socialmente no podría parecer escandaloso. No es sin embargo el caso. Vivimos en un mundo donde la riqueza desmedida parece sospechosamente ligada a la pobreza de otros. La semana pasada ponía como razón de esa sospecha que los superricos de este mundo emergen de países con profundos problemas de pobreza y con un bajo Índice de Desarrollo Humano (IDH). Estados Unidos apenas logra colarse en el top 10, muy por debajo de países con oportunidades mucho más equitativas para sus ciudadanos.
Mi título como “chairo imbécil” lo conseguí por señalar que la fortuna de Slim se da en, en buena medida, a costa de la pobreza del país. Me señalaron que Slim no vende productos de canasta básica y que él nada tiene que ver con la pobreza de México. Sin embargo, ante la falta de evidencia más contundente, pienso que nos estamos perdiendo de algo. Primero: Nos hemos acostumbrado a la pobreza, o no la distinguimos o pensamos que es normal, que, por alguna razón extraña “así son las cosas” y no podemos hacer nada para cambiarlas. Incluso en Aguascalientes, un Estado que se presume ante ciertas mediciones casi como un paraíso, el panorama sociodemográfico señala que más de 250 mil personas ganan hasta 3 salarios mínimos o menos. Esos son cerca de $6,500 para aspirar a tener una casa cómoda y segura, comida tres veces al día, alimentación y salud y -ojalá- algo de entretenimiento. Creo que hemos dejado de considerar la pobreza como un problema, primero porque pensamos que el título es ofensivo para alguien (cuando lo vergonzante es que permitamos que suceda), después porque imaginamos que hablar de pobreza es pensar en un niño africano, con la piel pegada a los huesos, muriendo de alguna enfermedad extraña. También porque la hemos normalizado. En una sociedad aspiracional suponemos que si alguien vive en esas condiciones es porque no trabaja lo suficiente. Debemos de dejar de pensar así. Suponer que podemos vivir en una meritocracia donde quien tiene más es quien más “le chinga” (Araiza, 2016) es una falacia dado que, si no tenemos las mismas oportunidades base, el ímpetu, el deseo, el talento, no sirven de nada. Es ridículo exigirle a alguien que se esfuerce por conseguir un mejor trabajo si no fue a la universidad cuando no fue a la universidad porque tenía que elegir entre ésta o sencillamente, sobrevivir. Segundo: estamos dejando de ver que la pobreza trae aparejados otro montón de problemas terribles. ¿No es sospechoso que los más vulnerables además vivan casi exilados de nuestras ciudades, en calles de tierra? Yo mismo he sostenido que el problema global de la pobreza sólo se erradicará en su totalidad con fuertes políticas internacionales, pero por lo pronto es terrible que además se les prive de obra pública, de servicios que los demás ciudadanos, unos más afortunados, tienen: calles, parques, jardines y luminarias relucientes. ¿Cuándo empezamos a suponer que eso no se puede cambiar, que es un sino que hay que aceptar estoicos?
Lo que más me preocupó de la anécdota es que nos estamos acostumbrando a pelear, a ridiculizarnos en vez de construir. Apenas hace unos días compartí una imagen donde alguien hacía un “chiste” sobre la agenda feminista, explicando que las mujeres ya no aceptan ser vistas porque eso puede suponer una “violación mental” y que de aquí en adelante hay que agachar la cabeza y pedirles la autorización para verlas. La imagen circulaba alegremente con muchos adheridos al reclamo. Es extraño que nos acostumbremos a ridiculizar al otro, a crear hombres de paja en vez de entender de dónde surge la incomodidad. El muro de Facebook del maestro González de Alba tiene gente educada. Progresista. Crítica y liberal. Es obvio porque quien no suscribe estas características no soportaría la mayoría de sus ideas. Y, aun así, reaccionaron con violencia a un comentario que sintieron ajeno. Normalizamos la pobreza. Normalizamos la desigualdad y estamos normalizando la polarización. Todas esas cosas deben empezar a cambiar. El diálogo con el que no se nos parece no debe ser una oportunidad para ridiculizar, sino para mejorar. No debe parecerle una amenaza a nadie: incluso en el desencuentro. El disenso es siempre una oportunidad para aprender.
/alexvazquezzuniga