…así, como tratar de jugar avión dentro de un osario: por más que calculo la distancia y esquivo un fémur por aquí y otro por allá, termino tropezándome. Esta es la imagen de mi febrero. Lo sé, siempre ha estado loco; ahora le temo a marzo, porque lo dice el refrán, lo estará otro poco. Marzo, un poco más loco. Cierto, es un mes aliebrado; como esa liebre que tomaba el té en la historias de Alicia. Mejor imagino que la locura de estos meses es de la buena, si acaso eso existe, y no la que me ha impedido mantener todo en orden, como un relojito con leontina, en mis días laborales y en mis días festivos.
Eso pensé mientras preparaba los tuétanos para la cena: los puse a remojar para que se les saliera la sangre, para que en el horno no se ennegrecieran y brillaran como seguro brillan los huesos en los osarios. Deliciosos trozos de hueso repletos de esa sustancia tan similar a los gorditos de la carne, pero más cercana a la mantequilla. El tuétano, la esencia de todo, el alma de los muertos, las medulas, que han gloriosamente ardido de Quevedo. Eso pensaba, que parecía que andaba jugando en un osario, tropezándome con todo, tratando de armar pilas, sólo para ver las calaveras rodando cuesta abajo, traviesas, descomponiéndolo todo, arruinando el orden de los huesos-días. Pensé que febrero tenía olor a hueso: ese olor hecho polvillo que vuela cuando cortan los huesos para comer tuétanos. Imaginé que ese olor de astillas, de cosa muerta pero limpia, era el aroma de la muerte blanca que se derrite en el horno, y se impregna de sal y pimienta, y abrillanta las tortillas y los platos, mientras el paladar se apresta para que aquello, el tuétano, no pierda calor y se cuaje de nuevo, y se opaque como opacos son los ojos de los muertos.
Febrero estaba loco y no me dejó avanzar: no terminé trabajos, no terminé mi novela, no llegué a eventos. Las visitas no son de febrero. Yo juego en un osario y como huesos. También pensaba, en esa cena, que los tuétanos eran malos para el corazón, y que Quevedo y todo su amor me transformarían en polvo enamorado. El cuerpo sabe algo, tiene algo de agorero. Llevaba días con un curioso antojo de carne, sólo era un augurio; sí, al día siguiente amanecí enferma. No del estómago, pues los huesos son benditos. Fue una estúpida infección de las vías respiratorias, con fiebre de cuando uno era niño y dolor en las coyunturas, los huesos, cada tendón, cada músculo, como si algo estuviera haciendo corto circuito. Y nada, el osario se derrumbó porque estuve quieta varios días, sin hacer nada, sólo sintiendo mi osamenta y recreando los miedos de la infancia, cuando uno enfermaba.
Total, no me morí ni estoy languideciendo o no escribiría esta minuta. No, cuando uno está bien enfermo no puede hacer más nada: sólo escuchar la voz de los huesos, propios e imaginarios, y los de otros que ya se han ido. Sí, como esos de los animales que nunca vi pastar, pero que crujen sus historias dentro del horno para ser mantequilla de fantasmas, para ser el último bocado de la salud, hasta que el amanecer nos avise que febrero sigue su curso, con sus bromas de loco, con sus pastillitas, jarabes y reposo absoluto.
Pienso en marzo, a lo mejor sí está más loco, y tiene orejas y bebe té en un lugar mejor donde el tiempo no corre; donde el tiempo no ha dejado que nadie llene los osarios, para que los personajes del país imaginado no teman a la muerte. Me pregunto, ¿a qué sabrán los tuétanos de liebre? Han de ser diminutos, escuálidos, casi hilos, pero igual de sabrosos. Quizá saben cruzar aquel río donde el amor es un falso signo para no temer, o una fiebre disfrazada de amor para hacernos olvidar aquella de la infancia donde la muerte se asomaba sonriente para que no le temamos cuando regrese a llevarnos de esotra parte, en la ribera.