- Con el reciente fallecimiento de Umberto Eco ha desaparecido uno de los pocos intelectuales que, con toda justicia, podía decir de sí mismo como Cremes en la comedia de Publio, El enemigo de sí mismo: “Hombre soy; nada humano me es ajeno”.
Esto es, desde luego, un tópico -que a Eco no le agradaban en absoluto- pero tiene la ventaja de ser cierto. De la estética de Santo Tomás a las aventuras de Superman, de la aridez de la semiótica a la ligereza de los libros ilustrados en torno a la fealdad, la belleza o la elaboración de listas, de la exégesis de la vida de Leopold Bloom, Molly y el joven Stephen Dedalus a las aventuras holmesianas de Guillermo de Baskerville o el naufragio de Roberto de la Grive, del consejo puntual para hacer tesis de grado al comentario erudito sobre el arte y oficio de la traducción, de la observación mordaz de las rutas perdidas del periodismo al escepticismo sobre internet y, en fin, del elogio de la buena mesa y el amor por los libros antiguos parecería que Eco no se concedió tiempo para ignorar nada.
Esta avidez por conocer y dar a conocer fue en muchos sentidos un excepcional antídoto contra la sobreespecialización y la rentabilidad utilitaria que ha distinguido desde hace tiempo una buena parte del quehacer intelectual. En contraparte a ello, Eco ofreció un notable ejemplo de las infinitas virtudes de la curiosidad omnívora y de la gracia y necesidad de, para decirlo con Nuccio Ordine, la utilidad de lo inútil.
Logró ello, por cierto, no alejándose o desdeñando el mundo en que vivía ni los muchos cambios, sobre todo en el ámbito cultural y universitario, que le tocó presenciar sino, antes bien, sabiéndole dar un lugar en estos ámbitos a su peculiar forma de ver, entender y lidiar con la realidad. De ahí, acaso, que al tiempo que representa uno de los últimos especímenes de la vieja y añorada figura del intelectual, Eco también personificará una de las variedades de la nueva figura del intelectual, un intelectual que ingresa sin remordimiento o inhibiciones a la sociedad del espectáculo, una sociedad donde los discursos del conocimiento se convierten en una relación social mediatizada por las normas de la representación, la teatralidad de los efectos y el culto a la celebridad. Esta suerte de desdoblamiento, por cierto, no alteró lo que podíamos llamar el temperamento de sus libros, es decir esa sabia combinación de erudición, ironía, perspicacia y hondura y, antes bien, le aseguro una atención permanente de la crítica y un público lector leal por más de tres décadas.
- A inicios de la década de los ochenta del siglo pasado, años en que todo mundo había leído -o al menos eso decía- El nombre de la rosa, Eco se presentó en el auditorio Justo Sierra de la UNAM para dar una plática en torno a la novela. Eco ya había ingresado con pie firme al mercado de las celebridades literarias, por lo que no fue extraño que el auditorio estuviese colmado unas horas antes de iniciar el evento: súbitamente ver y escuchar a Eco parecía algo mucho más glamuroso que cuando era un oscuro autor de tratados de estética medieval, semiótica o la cultura de masas.
Pero ese dudoso privilegio del novelista de éxito, tener la atención de un público amplio, sobre todo del que no acostumbra leer, no supuso para Eco que habría que complacer al auditorio. Eco, de hecho, parecía por momentos que estaba ahí más para salvaguardar su obra de los efectos de la fama recién adquirida que para promoverla o, simplemente, para conversar sobre ella. Una y otra vez sus comentarios atajaban con igual firmeza los malentendidos y las adulaciones anodinas.
Recuerdo que, ante una pregunta sobre para quien había escrito la famosa novela ya que ésta era tan compleja de seguir que, según declaró el lector inconsistente, no pudo avanzar más allá de la página cincuenta, Eco, sin disimular su mal humor, contestó que en realidad no se había hecho nunca tal pregunta pero que, al parecer, El nombre de la rosa había sido escrita sólo para quienes pudieran pasar de la página cincuenta, para nadie más, para nadie menos. Hasta donde me alcanza la memoria no recuerdo que alguien haya festejado la boutade, pero sí que Eco siguió su charla disipando tergiversaciones, ofreciendo claves de lectura y dando muestras de una serenidad irónica que, sin duda, procedía de su dilatada experiencia docente en varias universidades italianas.
Después de El nombre de la rosa, Eco escribe otras seis novelas –El péndulo de Foucault (1988), La isla del día de antes (1994), Baudolino (2000), La misteriosa llama de la Reina Loana (2004), El cementerio de Praga (2010) y, finalmente, Número cero (2015)- sin volver a conocer un éxito similar de ventas, y ante una crítica que osciló entre la admiración y el reparo, el entusiasmo y el desánimo. Al mismo tiempo, su obra ensayística continuó explorando diversos continentes nuevos sin abandonar nunca las tierras ya conquistadas de la estética, la semiótica y la cultura de masas, a la vez que mantenía constante una brillante labor editorialista en los diarios italianos.
En todo caso, Eco siguió teniendo una presencia continua en la plaza pública y su aura de celebridad académica y literaria lo acompañó siempre: sus quince minutos de fama se alargaron por poco más de tres décadas y media. La aparición de cada uno de sus libros nuevos, más allá de sus méritos, más allá de su relevancia, siempre fueron dignos de atención mediática y recensiones críticas. En la hora de su muerte, no hubo medio -impreso, televisivo o en línea- que no ofreciera un obituario o, al menos, una breve nota.
- En un momento en que, en palabras de George Steiner, “la lucidez, la creatividad y la inventiva humana están del lado de la ciencia”, en tanto “los humanistas, caminamos mirando hacia atrás”, la obra de Eco aparece como una apuesta abierta para enriquecer una cultura cuya razón es y siempre ha sido, de nuevo en palabras de Steiner, “preservar aquello que nos ha hecho humanos”. Leer a Eco es acompañarlo en esa tarea o, mejor aún, hacerse cómplice de lúdica tarea de la que, sin excesivo dramatismo, depende en mucho nuestro presente y futuro. Corresponde, entonces, leerlo o releerlo en búsqueda de la grandeza intelectual y literaria que buena parte de su obra tiene: los hallazgos y las recompensas son muchos y hondamente gratificantes.