Tengo poco más de un año navegando entre las aguas de Moby Dick. Cuando me enojo con él por una obligatoria y arcaica lentitud, impregnada de su época y de su naturaleza, y cuando deseo aventarlo a través de la ventana por la tenacidad de contener, además de un leviatán, el universo entero de los cetáceos, expreso en voz alta (pero en soledad) lo malo que me parece el libro y lo mucho que desprecio a Melville.
Pero mi desprecio es infantil, inmaduro, es una idea que apenas está cocinándose y si algo aprendí en la escuela de letras, es a desconfiar de esas primeras impresiones. Entonces recuerdo el desprecio que le tiene Frank Grimes a Homero (este año me he rendido y estoy dispuesto a hacer referencias de los Simpsons). También es, por ejemplo, el desprecio que podrías tenerle a un desconocido: lo ves de lejos y sientes que tu naturaleza lo repele pero después de unos güiscoles, resulta que das la vida por tu nuevo compadre, ese a quien le vales madre.
La lectura pausada y tortuosa de Moby Dick me enseñaron un par de cosas: uno, hogaño nadie en su sano juicio escribiría un libro así y aún si algún valiente se atreviera, ningún editor querría ser el responsable de un ecocidio semejante porque el mercado gana (lo cual es una verdadera lástima -creo que me escuchó un árbol porque el otro día iba caminando y una rama me dio en la cara pero después discutí con los amigos árboles y llegamos a la conclusión de que muchos más han muerto por culpa de grandes escritores como Yordi Rosado y Gaby Vargas-. Quizás esa es la naturaleza de Moby Dick correspondiente a estos tiempos: el antimercado); dos, la tenacidad de Melville es, al final, envidiable y el resultado es un monumento del pensamiento y de la imaginación humana, pues es harto visible la tarea de escribir, investigar y desarrollar todo ese vericueto de ballenas, de marineros y de rituales.
Por la complejidad del libro, creo que un lector que no sea repelido o intimidado por Moby Dick, y que esté dispuesto a entregar y jugar con su lectura, es muy posible que se convierta en un creyente, en un lector fiel de una religión íntima, personalísima, y ganará una medalla espiritual por su paciencia y, sí, su necedad, pues su necedad y su optimismo (sus buenos deseos) se vuelven reflejo del escritor que entregó cuantos años de su vida pudo a la construcción de un mito. Moby Dick es uno de esos libros que no tienen control de nada, no tienen un engaño ni un juego; pero son la construcción del esqueleto, las capas de un monstruo y viene con todo, incluyendo la grasa y las ventosidades.
Durante un año he luchado por entender el delicado balance de Moby Dick y por conseguir una opinión tibia al respecto (ese es mi reto personal del año), porque un librote de ese tamaño cae fácil dentro de un lugar común que es digno del cafecito en Sanborn’s: “Es que, güey, ese libro lo odias o lo amas”. Esa parece otra intención del mercado, de una humanidad fácil y chispa: tener dos cajones para depositar nuestra cultura consumida. Amarlo u odiarlo. Después de avanzar dos, tres, cuatro capítulos y abandonar el libro para otra noche, pienso lo fácil que sería odiar a Moby Dick pero también creo que redimirlo con facilidad es un engaño porque, sí, al fin y al cabo, en esos casi dos kilos de literatura hay para los dos sabores. La idea, quizás, y una de las tareas más difíciles, sería explorar con tranquilidad cada uno de los pedazos del cuerpo de la ballena y después dejarla ir.