Hay dos grandes visiones conceptuales que circunscriben las acciones de los gobiernos y los grupos organizados de la sociedad, y determinan el rumbo gnoseológico de sus acciones: el pragmatismo y la metafísica. Constituyen enfoques disímiles de la naturaleza gregaria del hombre y de los efectos que se derivan de este hecho.
El pragmatismo, como teoría filosófica, plantea que el único medio de juzgar la verdad de una doctrina moral, social, religiosa o científica, consiste en considerar sus aspectos prácticos. En otras palabras, asevera que la importancia de una idea radica estrictamente en sus consecuencias prácticas.
Sostiene que una idea sin consecuencias prácticas carece de significado, y excluye la noción de la razón contemplativa como un fin en sí misma. Todo lo que carece de consecuencias prácticas se descarta de la esfera de la razón y se envía a un plano inferior. No considera conceptos tales como la verdad, la belleza y el sistema de valores intrínsecos, que dan su razón de ser a la vida.
Al respecto, uno de los fundadores del pragmatismo, el filósofo y científico estadounidense Charles Peirce (1839-1914), sostenía que “…para determinar el significado de una concepción intelectual… deben de considerarse sus consecuencias prácticas… que constituyen el significado total de dicha concepción”. Y excluía la necesidad de todas las demás consideraciones no prácticas.
Los niveles de toma de decisiones de gran parte de los países del mundo, y en especial los de las naciones más desarrolladas, están circunscritos por el pragmatismo, en forma prácticamente excluyente. Los enfoques idealistas, éticos, personalmente gratificantes, pierden terreno ante los económicos, eficientes, aislantes y destructores de la satisfacción. La seducción de la alta tecnología sofoca al diálogo y a la convivencia social. Se descuidan el equilibrio y la armonía, el conocimiento y la comprensión, y en su lugar prevalecen la codicia y la ambición.
Esto se debe, en gran medida, al efecto de los avances en la ciencia y la tecnología, y al surgimiento de una clase de tecnócratas, desprovistos del lado humano del desarrollo.
En particular, en la realidad la política se desempeña como un arte práctico. Reconoce que la mayoría de las personas actúa en razón del interés propio. Así, la política no es sino la forma en la que los que detentan el poder buscan convencer de que su interés es el de dicha mayoría. Pero aquellos que tienen el poder operan, por lo general, con una mentalidad primitiva, en la que priva el imperativo de “cada hombre para sí mismo”. Saquean la tierra, destruyen todos sus recursos, explotan a la población y sistemáticamente descalifican a quienes están en desacuerdo con esas acciones, llamándolos “radicales”. Y, además, tienen que negar que están haciendo esto, o no podrían vivir consigo mismos.
La maquinaria política del mundo opera con base en el interés propio. Si el proveer el bien colectivo no produce utilidad para los que controlan el poder, simplemente ignoran el bien de la mayoría. Y las personas que tienen poco para gastar, para consumir, ya consumieron su utilidad. A muchos políticos no les importa la suerte del país ni el desarrollo de la sociedad, ni se esfuerzan por solucionar los numerosos problemas que aquejan a México. Sólo les importa mantener su poder y permanecer dentro del presupuesto público.
Pero el desarrollo, la sociedad, la vida misma, son mucho más que meras “consecuencias o consideraciones prácticas”. Es preciso promover un cambio de conciencia en la clase política.
El pragmatismo ataca y desdeña a la metafísica. Ésta es la parte de la filosofía que trata del ser, de sus principios, de sus propiedades y de sus causas primeras; el conjunto de pensamientos o consideraciones profundos, que se realizan acerca de un tema, de forma especulativa.
En este sentido, para la clase política resulta urgente y prioritario recuperar el sentido metafísico de nuestras acciones, tal y como éstas convergen en el proceso de desarrollo de nuestras sociedades. Hacer loas del sentimiento, de los valores, de los principios y de los ideales, como parte fundamental que son del desarrollo y de la cultura de un pueblo.
De lo anterior dependerá, en buena medida, la posibilidad de que las reformas estructurales, que son el eje de la estrategia económica del actual gobierno, puedan adquirir un sentido más humano y resulten asequibles para la población. Y para que el proceso de desarrollo de México, finalmente, sea verdaderamente integral, en sus cinco dimensiones: política, económica, social, cultural y ecológica.