El camotal / Minutas de la sal - LJA Aguascalientes
22/11/2024

 

 

“Los padres de san Francisco sembraron un camotal, ¡qué padres tan inocentes, qué camotes han de dar”… no, estimado lector, no te estoy albureando, sólo cito algunas líneas de una ronda infantil. Mi niñez sí jugó con las rondas infantiles. En las fiestas se jugaba a “Doña Blanca” y a “Amo ato matarile-rile-rón”. Lo sé, todos sabemos qué es un camotal, sin albur, y Doña Blanca es un nombre; pero ¿alguien amó y luego ató, y le dio matarile a quién? Antes de imaginar un encabezado de nota roja o un Otelo atemporal, resulta que el amo y el ato sólo son el resultado de un “teléfono descompuesto”: la ronda original pasó del francés al español y de la península al imaginario del mundo de habla hispana, incluido México. Lo textual se acomodó en el lenguaje, sólo para desacomodarse una vez que las expresiones cambiaron.

La transformación es intrínseca a lo tradicional. La tradición recorre caminos y toma y lleva palabras, conceptos, puntos de vista e ideologías por aquí y por allá. A ratos tropieza y puede perder sentido. Otras veces, de ser un canto, como en este caso, infantil, puede adquirir tintes de lo que ahora llamamos políticamente incorrecto. Como aquello de “aserrín, aserrán, los maderos de san Juan, piden pan, no les dan, piden queso y les dan hueso… que se les atora en el pescuezo” y en la versión más bondadosa mejor piden vino y sí les dan y se marean y se van. Claro que se marean, pobres maderos, en ayunas y brindando.

Además de las rondas, recuerdo que de niña (y en la niñez de mis hijos) mucho de lo que se debía aprender en la escuela era vía la memoria. Ahí estaba uno, como loro de barco pirata encallado, memorizando, repitiendo las cosas una y otra vez, hasta que se quedaban en la memoria. Las rondas se aprenden también de memoria, pero jugando, lo cual es más grato. Sin embargo, en ambos casos, casi nunca nos piden que pensemos en lo que estamos repitiendo. Mucho de lo aprendido en la escuela es eso: llenar de datos el cerebro sin pensar en lo que estamos registrando. Recuerdo a aquellos niños que declamaban, trágicos y melosos, el poema de “Mamá, soy Paquito” en los festivales del 10 de mayo: ¿cuántos sabían qué diablos era impasible?, ¿cuántos entendían la imagen del cielo desplegando su curva? Esto me preocupa, porque podían conmover a terceros sin entender qué diablos decían. A eso se le conoce como demagogia y ha existido y existirá. No sé, me inquieta la visión de un “teléfono descompuesto” del alma. Ahora que lo pienso, muchos no entenderán la referencia al “teléfono descompuesto”, que era otro juego, que quiero creer se sigue jugando; bien puedo imaginar a mi teléfono inteligente sin pila o con el corrector mal haciendo lo suyo.

Mucho de la tradición oral se apoya en la rima, porque facilita la memorización. Lo mismo ocurre con las tonadas al unirse a la musicalidad propia de las palabras. Eso son las rondas. Desde niños somos seres musicales. A todos en algún momento se nos ha metido una tonadilla que tarareamos sin darnos cuenta. Algo así pasa con las palabras: nos conseguimos muletillas. Pero es necesario eliminarlas enriqueciendo el lenguaje. Aunque el lenguaje es presa del desuso. Hay palabras que ya no están vigentes, pero a veces no fueron sustituidas por otras. En algunos casos lo que nombraban ha dejado de existir, pero en otros no. No sabemos nombrar, por ello buscamos la ayuda de adjetivos. Los remedos de significado, los vacíos en el pensamiento son una ronda sin sentido

El mundo está lleno de signos de interrogación y de espacios en blanco, no sólo en el lenguaje sino en todos los ámbitos. Lo bueno es que siempre existe el curioso que busca llenarlos o responder a preguntas como ¿qué es Amo ato? Y que nos informe que el original era un verso en francés: Ah! Mon beau château! (¡oh! mi bello castillo).

Pero mi duda existencial verdadera es la del Milano, esa ronda que leí en un libro de texto en la primaria. Recuerdo la ilustración: un pajarillo sobre un árbol con carita de soy gorrión. Caray, un milano, el Milano, para qué comería perejil, digo, de todas las hierbas comestibles no imagino comiéndome un ramo de perejil, así a mordidas, con fruición. Además, los milanos son carnívoros: en el juego se “come” al que atrapa, quien representa una paloma. La verdad, hay algo oscuro en el Milano, más que en el camotal: dicen los académicos que existe la versión con “diablo”, que era un juego en el que un mozo intenta atrapar a una moza, ¿para hacer qué? También murmuran que el origen de la ronda se remonta hasta el medioevo, y que el milano está sustituido por villano y “a un villano sí se la dan”. ¿Qué le dan? Lo ven, ya me pasó lo que con el camotal.

Con todo este lío, cada quien puede imaginar, pensar, buscar o descifrar lo que sea; lo malo es que la esencia de las palabras, a la larga, se pierde. Terminaremos con gólems en los libros: puros textos sin alma. A lo mejor nadie recordará qué querían decir todos estos garabatos que ahora escribo. Ojalá la humanidad descubra una y otra vez la piedra de Rosetta, y no sólo para las rondas infantiles.



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