Nunca imaginó Robert Louis Stevenson, fallecido en 1894, que la modernidad catapultaría su filosofía al desaparecer los tiempos del diálogo vertebrado por múltiples voces. La tecnología de punta sustituye al maravilloso coloquio presencial, y sus incansables usuarios forman parte de la octava plaga terrenal.
El apóstol del siglo XXI llegó para destrozar pláticas, para darle en la torre a la más elemental educación. Desde su oráculo irrumpe momentos y espacios que le son ajenos. No pide autorización: “¿puedo tomar la llamada?”. Agarra el phone, saluda y asume el papel de tarabillero perredista (habla mucho, escucha poco y para todo tiene atropellada respuesta), consume el tiempo del interlocutor presencial que pacientemente espera el final de ésa y otras intromisiones tecnológicas.
Mi amigo, contemporáneo y muy apreciado, está inmerso en la era de la posmodernidad tecnológica: se la pasa hablando por el celular, tecleado mensajitos desde el inteligente BlackBerry (donde “tu mundo se mueve más rápido”, dice la presumida propaganda de Telcel), contestando el teléfono convencional, consultando el recientemente adquirido iPad para revisar información universal y responder los correos electrónicos que le llegan (incluso, de Niké, la diosa griega de la victoria, a propósito de las olimpiadas), y, por si fuera poco, la hiperactividad se ve adereza con la música salida de esa garrapata llamada iPod. Para cada corte tiene dispensas: “permíteme tantito”, “discúlpame”, “qué pena, es fulano”, “güare moment, plis”.
Obviamente, chismorrear con él ya me da flojera. El cotorreo efectivo es muy poco en comparación con el tiempo que paso a su lado tomando té verde, pero además, escucho lo que no me importa, menos me interesa y pone en peligro mi vida al enterarme de secretos de Estado matrimonial.
Si estuviera enterado de la respuesta que Joe Wilson, director de Iniciativas Académicas de Microsoft, le dio a El País: “Mis hijos no tienen ni móvil (celular) ni ordenador (computadora) propio”, seguramente contraatacaría: “Esos muchachos y su padre no saben para qué sirve el dinero”.
En Memoria para el olvido (Fondo de Cultura Económica, 2008), Robert Louis Stevenson le dedica un espléndido ensayo a “La conversación y los conversadores”. Es una exacta reflexión sobre el arte del buen parlamento, del que suma prudencia y paciencia, cede y concede, recibe y entrega, y concluye temas pero no comunicadores.
Para el prosista nacido en Edimburgo en 1850, “el primer deber del hombre es hablar; ésa es su ocupación principal en la vida; y la conversación, que es el habla armoniosa de dos o más personas, es con mucho el más accesible de los placeres. No cuesta dinero, todo son beneficios, completa nuestra educación, funda y sostiene nuestras amistades, y puede disfrutarse a cualquier edad y en casi cualquier estado de salud”.
Ejemplifica con Jack el Raudo, al mejor charlista: “No sé qué resulta más llamativo: la lucidez lunática de sus conclusiones, la divertida elocuencia de su habla, o el poder de su método, que poner toda la vida bajo el foco del tema en cuestión y mezclar la ensalada de la conversación como un dios ebrio”.
La platica de excelencia, puntualiza, “es dramática, como una interpretación improvisada donde cada uno se representa a sí mismo de la forma más lúcida; y es ésa la mejor clase de conversación, donde cada orador es él mismo más plena y sinceramente, y donde, si intercambiases los discursos de unos y otros, se produciría una gran pérdida de significado y perspicuidad”.
Y previene de los obstáculos a que puede ser sometida: “El deseo de agradar, de brillar con cierto lustre suave y de pintar una imagen fascinante de uno mismo, aleja de la conversación todo cuanto resulta valioso y la mayor parte de lo gracioso”.
Pero más allá de la chacota a costillas de mi cuate, Vale al Paraíso reflexionar sobre algunas cifras escalofriantes, a propósito del uso indebido de la modernidad: en 2008, según la Nacional Highway Traffic Administration, 5 mil 870 personas murieron y 515 mil resultaron heridas en accidentes que implicaron el uso de un teléfono celular. La cantidad total de muertes en las rutas de Estados Unidos fue ese año de 37 mil 261”.
Porque alguien tiene que escribirlo: Mis textos, antes de publicarse, pasan a revisión por un personaje de la realeza llamado corrector, quien, en ocasiones, enmienda mí desalineado estilo para justificar su trabajo (supongo), apartándose de las reglas del más elemental Manual de estilo. Por lo tanto, no asumo la responsabilidad de enmendaduras, grietas o despropósitos aparecidos al margen del texto original enviado a la redacción.
Bienvenida la ayuda para sustituir horrores ortográficos, descuidos y dedazos, pero el estilo y sentido de cada palabra, de cada línea, de cada párrafo, en cualquier artículo de opinión, son intocables, porque el autor es único que conoce el significado de las ideas plasmadas y la forma utilizada para entregarlas al lector.
El apodo (Góber Frecuente) se escribe con mayúsculas y no en minúsculas (góber frecuente), a propósito de indebidas correcciones.