En 2003, la Asamblea General de la ONU aprobó la Convención de las Naciones Unidas contra la Corrupción. De igual manera, fue designado el 9 de diciembre como Día Internacional contra la Corrupción para crear conciencia contra el fenómeno y difundir el valioso papel de la convención a la hora de luchar contra ella y prevenirla.
A partir de hace más de diez años, de manera fehaciente, gobiernos, empresas, organizaciones de la sociedad civil, medios de comunicación y ciudadanos, aglutinan esfuerzos para combatir las diferentes formas en que la corrupción se presenta.
En este año, la campaña que tuvo un fuerte impacto sobre todo en redes sociales, se centró, de acuerdo con información de la ONU, en cómo la corrupción socava la democracia y el Estado de Derecho, lleva a violaciones de los derechos humanos, distorsiona los mercados, erosiona la calidad de vida y permite que prosperen el crimen organizado, el terrorismo y otras amenazas a la seguridad humana.
#RompeLaCadena y #CorrupciónNOGracias fueron dos de las frases que generaron tendencia en la red social Twitter durante esta semana. En este nuevo modo de comunicación en el que estamos interconectados, de manera inmediata conocimos datos que, por lo menos, resultan escalofriantes. Si nos detenemos un momento a reflexionar acerca de las profundas raíces del problema dimensionaremos cuánto ha permeado en la sociedad este fenómeno.
Por citar un par de ejemplos, de acuerdo con el Instituto Nacional de Estadística y Geografía en sus estadísticas a propósito de la conmemoración del día el 77% de la población encuestada considera que policías y políticos son los más corruptos. En 2013, más del 50% de los mayores de 18 años creyó o ha escuchado acerca de corrupción en trámites burocráticos, y cinco de cada diez afirmaron haberse visto involucrados en una situación de corrupción al estar particularmente en contacto con autoridades de seguridad pública.
Y no es únicamente la percepción que tiene la ciudadanía sobre el problema, sino que si lo consideramos una industria, según datos del Instituto Mexicano de la Competitividad y el Centro de Investigación y Docencia Económicas, la corrupción tiene un costo anual equivalente al 10% del producto interno bruto nacional.
La campaña presidencial de 1976 tuvo varias singularidades que aún a cuarenta años de distancia siguen en el anecdotario político-electoral. Una de ellas fue que el candidato José López Portillo no tuvo oposición firme, pues el único contendiente que tuvo fue un candidato simbólico, el líder sindical Valentín Campa. Sin embargo López Portillo hizo campaña con una frase con un nivel de recordación tal, que ya quisieran algunos slogans de productos comerciales. Aquella frase rezaba La solución somos todos.
En el ingenioso pueblo en el que son comunes frases como “El que no transa no avanza” o “Hágase la voluntad de Dios… en los bueyes de mi compadre”, la frase presidencial inmediatamente fue transformada a “La corrupción somos todos”. Y, sabiduría popular, pero sabiduría al fin, no se equivoca.
El que corrompe, el que es corrompido, el cómplice y el espectador, la corrupción al final somos todos. Cifras como las presentadas líneas arriba pareciera que blindan a la sociedad y la liberan del lastre que significa ser corrupto. Esta evasión de la realidad, trasladando la corrupción al gobierno, a los políticos, a los sindicatos, a los medios de comunicación, a todos-menos-yo, es cegarse y pretender que el fenómeno se ubica de manera única en la clásica escena en la que un automovilista se pasa una luz roja del semáforo y, para evitar una infracción, da el cochupo al agente de tránsito.
Eso es no querer ver nuestra culpa en actos cotidianos que, a fuerza de repetirse, se hacen tan comunes que lentamente van perdiendo el carácter de ilegalidad. Justificar un retardo sin razón o la inasistencia a la escuela de un hijo cuando no es justificable, copiar la tarea de una página de internet sin dar el crédito correspondiente, los regalos al maestro para obtener preferencia o no regresar el cambio mal dado por el tendero son tan frecuentes y sin daño aparente que rayan en la normalidad.
La cadena que inicia con un acto de corrupción se puede romper, directamente no formando parte de ella, o indirectamente siendo espectadores y denunciando. La corrupción somos todos, porque el tejido social en el que estamos inmersos (familia, escuela, trabajo, gobierno) se rasga en cada acto contrario a los valores. Si seguimos permitiendo que a la cadena de la corrupción se sigan añadiendo eslabones con cada acto ilegal que realizamos, o que observemos y no denunciemos y permitamos que se generalice, los valores en que se cimenta la sociedad se van a ir diluyendo.
Rompamos la cadena. Si, como está demostrado, la corrupción somos todos, creemos conciencia de que la solución, también, está en todos.
/Landeros | @LanderosIEE