“He sufrido penurias; he pasado sed, frío y sueño; lloré entre Lyon y Marsella. Ahora que la carrera ha terminado y que no estoy obsesionado con la siguiente etapa, puedo decir que vuestra carrera es la más abominablemente dura que se pueda imaginar. Habéis revolucionado el ciclismo. El Tour marcará un hito en la historia de las carreras en ruta”. Con esas palabras celebró Maurice Garin, de profesión deshollinador, su triunfo en la primera edición del Tour de Francia en 1903. Aquel año nacía una prueba ciclista que iba a dejar grandes campeones con su nombre inscrito para siempre en la historia del deporte, pero también cientos y cientos de ciclistas olvidados, todos esos que van del cuarto al último lugar.
En aquella primera edición de 1903, participó también una de las primeras leyendas del ciclismo, Joseph Fischer, “el escalador”, apodo extraño por haberlo conseguido unos meses antes en las 72 horas de París que consistían en tener a los ciclistas pedaleando en el óvalo del velódromo del Parque de los Príncipes durante tres días seguidos. El apodo lo consiguió porque su gesto, al terminar la carrera exhausto y casi enloquecido, arrojó su bicicleta, salió corriendo del recinto en que había terminado la prueba y subió a un árbol al que se quedó más de dos encaramado y sin querer hablar con nadie.
Al año siguiente, 1904, Henri Cornet se convirtió en el ganador más joven de toda la historia, un récord que permanece imbatido hasta hoy, al conseguir el Tour a los 19 años, aunque lo consiguiera unos meses después de terminada la carrera ya que los cuatro primeros clasificados (entre ellos el primer ganador, Garín) fueron descalificados por comportamientos ilegales durante el transcurso de la prueba. Entre los trucos, más o menos lógicas, se encontraban dejarse remolcar por motociclista o autos o recibir provisiones en plena carrera. Entre las ilegalidades estaban carreteras con clavos y botellas rotas sólo en un lado, el derecho o el izquierdo, para que los ciclistas que lo supieran lo evitaran haciendo que los demás pincharan y sufrieran retrasos o salvajadas, como ocurrió en Saint-Étienne, en que los aficionados locales para darle más ventaja a su paisano Faure, que iba escapado, tras el paso de este cerraron la carretera y atacaron al pelotón con palos y lanzamiento de piedras.
El Tour de 1907, en una época en que la carrera se dividía entre los competidores que tenían equipo y los isolés (los aislados) que competían con sus propios medios, vio a unos cuantos corredores que eran un espectáculo en sí mismos. En aquel año compitieron el pobrísimo Deloffre que para conseguir dinero con que pagar comidas y alojamientos se instalaba en la línea de salida unas horas antes de que comenzara la etapa y, demostrando que sus dotes de equilibrista no desmerecían de las del ciclista, hacía piruetas y saltos mortales sobre una silla para a continuación pasar la gorra para recoger las monedas de los espectadores. Dozot, ciclista mediocre que terminaría en el penúltimo lugar ese año, utilizaba los días libres entre una y otra etapa para recorrer las ciudades en su bicicleta vendiendo postales autografiadas con su foto para conseguir el sustento que le permitiera seguir compitiendo.
Pépin de Gontaud, ese mismo año, fue, sin embargo el “isolé” que se ganó la admiración de los espectadores y de los lectores que seguían el Tour. A pesar de competir en la categoría de los pobres de solemnidad, Pépin era un aristócrata deportista, de los de antes de la primera guerra mundial, un dandy y un aventurero que no reparaba en gastos para cumplir sus caprichos. De lo que se trataba no era de ganar sino de participar. Para que le acompañaran y le hicieran la pedaleada más sencilla tirando de él contrató a dos antiguos corredores, Dargassies y Gauban. Él corría con todos los gastos deteniéndose a comer en los restaurantes más exquisitos de la ruta prevista en cada etapa. Al llegar al fin de etapa que estaba en Toulouse, a mitad de la carrera, el aristócrata decidió retirarse y sus dos escuderos se retiraron con él.
Lo más importante en el ciclismo son los pies y Vicente Blanco, el primer español que corrió la carrera en 1910, los tenía destrozado y por eso le llamaban “el cojo”. Cuando tenía 20 años en una siderúrgica de Bilbao una barra de acero le derritió el pie derecho. Tras recuperarse del accidente volvió a trabajar y, habiendo sufrido otro accidente, le tuvieron que amputar los cinco dedos del pie derecho. Y aun así, se lanzaba a las carreteras para practicar el ciclismo. Y Vicente que no tenía quien le patrocinara hizo el viaje de Bilbao a París en bicicleta, como entrenamiento y como modo de economizar. Llegó a la capital francesa el 2 de julio, justo un día antes de empezar la carrera. “Ellos dan pedales como yo”, había declarado el vasco. Pero no logró durar ni una etapa en la carrera.
Puede que, al igual a muchos otros ciclistas, la historia haya olvidado a Vicente Blanco, pero lo que no puede ser olvidado fue el gran convite al que los miembros de la Federación Atlética Vizcaína y del Club Deportivo de Bilbao: paella a la vizcaína, merluza en salsa verde, mermejuelas con picante, chuletón de medio kilo con pimientos, fruta, café y cigarros. Una cena que terminó, después de que “el cojo” hubiera tenido doble ración de todo, con su grito angustiado por no poder seguir comiendo. “¡Haber avisado que teníamos arroz con leche!”.
Gracias por compartir esas magníficas historias que quedan injustamente en el olvido
un saludo desde El País de los Vascos
http://aboutbasquecountry.eus/2015/11/29/desde-mexico-nos-cuentan-la-poco-conocida-historia-del-primer-heroe-vasco-del-ciclismo/
Excelente artículo José Luis!
Aquí en el País Vasco, somos muy aficionados al ciclismo. Gracias por compartir estos pedazos de historia de nuestra tierra!
Eskerrik Asko! 🙂